Por Yuliet Teresa VP
Ilustración por Yaimel López (@yaimel1983)
Si digo “Mónica ha sido secuestrada”, sería un perfecto titular para alarmar a quienes leen, pero si cambiamos un tanto la oración y decimos “A Mónica le secuestraron la fe”, probablemente les importaría muy poco.
A Mónica Gordillo Rodríguez, una joven de 29 años, le fueron sustrayendo, segundo a segundo, parte de su alma y esto sí que es alarmante. Entonces, hemos de saber que su historia parece una novela de Truman Capote.
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Mónica estaba nerviosa. Memorizó un poema que leería ante más de 400 personas. Quería que nada le saliera mal en la Conferencia Distrital 2020 de la Iglesia Metodista en Cuba de Morón, en Ciego de Ávila.
Se puso un vestido como le exigió el pastor para ese 14 de febrero de celebración, aunque para no desentonar consigo misma lo acompañó con un par de botas de cuero que usa en los momentos importantes.
“Estaba emocionada”, confiesa, “pero esa emoción se convirtió en espanto cuando escuché a Ricardo Pereira hacer un llamado a orar por la conversión de las personas homosexuales.”
El obispo metodista podía haber hecho un llamado a la reconciliación o al arrepentimiento por ser altaneres, chismoses y arrogantes, pudo haber sido un llamado a tantas cosas, pero no. La locura del emperador wesleyano cubano tiene nombre, se llama terquedad homofóbica.
Mónica cuenta que en ese momento, los ojos de sus conocides empezaron a ser como cuchillos contra su cuerpo y la hicieron tragar en seco, con ese amargor que produce la impotencia.
“La gente de la Iglesia no conoce mucho sobre mi vida privada. No le doy explicaciones a nadie. Siempre se han imaginado que soy lesbiana, pero nunca nadie se ha atrevido preguntarme. A lo que con gusto diría que sí”, asegura.
Al llamado del obispo respondió la madre de K — un niño al que llamaremos así para proteger su identidad — , quien desde el fondo del templo hizo que su hijo caminara hasta el altar.
Mónica explica que por un momento sintió alivio, porque aquello que le hacían al adolescente de 14 años, podían fácilmente haberlo hecho con ella.
“El obispo, con energía y prepotencia, tomó aceite para ungir y balanceó a K de un lado a otro como si un bicho raro fuera a salirle del pecho. Los hermanos encargados en el salón estaban atentos a si caía al suelo [porque] ese sería el símbolo de que Dios lo había ‘curado’”. Pero él afincó bien los pies.
La joven recuerda que el Reverendo Carlos Pérez, superintendente de la provincia, “tomó el micrófono y casi a gritos, como quien quiere espantar algo, vomitó el texto de 1 Cor 6:9–10. La palabra afeminado y la frase no entrarán en el Reino de Dios los que se echan con varones retumbaron con espanto en nuestros oídos”.
Quizás ese fue el detonante para que, sin pensarlo dos veces, Mónica se parara junto al adolescente. Se paró, confiesa, “porque aquello era demasiada violencia hacia el adolescente por parte de su madre, del obispo y de la iglesia que se convertía en cómplice”.
Cuenta que en el altar había alrededor de 20 personas imponiendo las manos y también la ira sobre la cabeza de K y la suya. “Más que cualquier oración sentí el odio y la incomprensión. Sentimos miedo, mucho miedo”, dice.
Sin embargo, fue en ese momento que Mónica alcanzó su límite y en medio de todas aquellas personas, de los hermanos encargados de la mayordomía, de la madre de K y del mismísimo obispo, le tomó las manos al adolescente y salió de aquel circo “sacrosanto”.
Según Mónica, no era la primera vez que algo como eso sucedía en la iglesia, donde hacía unos meses habían visto una historia similar y relacionada directamente con el propio K.
“Él había invitado a un muchacho que le gustaba para que le acompañara a un encuentro de jóvenes. Aquella noche el líder del grupo hizo el Túnel de la Unción”, una especie de puente que se hace colocándose en fila y uniendo las manos.
“En algún momento los dos quedaron solos debajo del túnel. El líder imaginó que eran novios y quiso sanarlos”, comenta Mónica.
Cuenta que “al amigo le hicieron levantar las manos una y otra vez, le echaron agua, aceite, brillo y cuanta parafernalia religiosa entendieron. Tal vez él no entendió del todo lo que allí se hizo, pero la vergüenza no se le va a olvidar nunca. No lo he vuelto a ver.”

La iglesia metodista Peter Knox, en Morón, ha practicado una violencia sistemática hacia personas LGBTIQ+ como Mónica y K.
La Iglesia Metodista en Cuba, como muchas otras, concibe la homosexualidad como pecado y enfermedad. En sus cultos se practican exorcismos con el fin de que quienes lo “padecen” puedan ser “curados por el acto milagroso de Dios”, un Dios que en su visión es igualmente homofóbico y que aprueba la discriminación hacia personas con sexualidades no hegemónicas.
Estos actos de exorcismos, que se utilizan para “echar fuera demonios” mediante la oración o la imposición de manos sobre las personas LGBTIQ+, son expresiones de una violencia espiritual que se ha perpetuado por una mala interpretación de las Escrituras.
Como resultado de esa violencia, miles de personas como Mónica, K y su amigo, son privadas sistemáticamente del beneplácito de la vida en abundancia que supone la comunidad de fe.
Les emperadorxs de la “verdad divina” les roban, domingo tras domingo, la libertad de ser genuines y de experimentar los beneficios de una iglesia que sana, incluye, abraza. Les condenan, por el contrario, a vivir sometides a un evangelio marchito a las sombras de una religión.
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