Oliver Pérez Leiva: La poesía como un susurro de la identidad

Desde muy temprano a Oliver le resultaron opresivas las normas de género impuestas. Confiesa que nunca se sintió atraído por el rol y expresión de género que la sociedad y su familia le habían asignado; “Prefería ‘ropa de varón’ y los ‘juegos de niños’”. Era su manera –y la de tantas personas cuir en general– de expresar su inconformidad de género. Aunque con el tiempo decidió vivir según esas normas e, incluso, exagerarlas.

“Me convertí en todo lo que esperaban de mí y renegué de mi infancia. Hice todo lo que debía hacer una mujer pero por tres; siempre con la necesidad de reafirmarme, de no ser más ese marimacho”.

Como ocurre en muchas personas trans, Oliver tuvo una primera salida del armario en función de la orientación sexual y no de la identidad trans misma. Esto responde en algunos casos a una cuestión de supervivencia (es mucho más seguro salir del armario como gay o lesbiana, que como trans) o a la injusticia hermenéutica de la cual somos víctimas las personas trans; un tipo de injusticia que tiene que ver con el acceso al conocimiento y que explica cómo, debido a prejuicios estructurales, “una brecha en los recursos de interpretación colectivos, sitúa a alguien en una desventaja injusta en lo relativo a la comprensión de sus experiencias sociales”. (1)

Es decir, en una sociedad estructuralmente cisgénero no hay lenguaje ni conocimiento trans de base, hay pocos referentes y poca visibilidad. Por tanto, se nos hace más difícil el proceso de interpretarnos, reconocernos, nombrarnos y explicar con claridad quiénes somos y qué necesitamos. No obstante, quienes hemos tenido un poco más de suerte o agilidad, no logramos entendernos ni hacernos entendibles sino a través de la lógica de personas no trans y de las narrativas que el aparato médico-jurídico y la academia nos han impuesto. Las herramientas que pueden facilitar la afirmación de nuestra identidad, o sea, ese momento epifánico en que tomamos conciencia de nuestra verdadera identidad y que esta no tiene que ver con orden natural ni biológico alguno ni tampoco con nuestra orientación sexual, son censuradas, condenadas y están ocultas. Su búsqueda no es necesariamente un proceso inmediato ni rápido.

No es nada extraño, por tanto, que Oliver durante algún tiempo se identificara como mujer lesbiana, aunque sentía que ambas categorías eran insuficientes para explicarse a sí mismo y resolver su disputa con el género.

“No estaba conforme con ser una lesbiana que se vestía de hombre. Nunca me gustó esa vida para mí”. Cambiar la expresión de género tampoco era suficiente para sentirse cómodo en su propio cuerpo. Necesitaba algo más.

Con la pubertad, le habían empezado a incomodar los senos, la voz y hasta el nombre de nacimiento. Por ese tiempo, con catorce o quince años, empezó a escribir poesía. Tuvo la influencia directa de su madre que es poeta y lo llevaba a la Casa de la Poesía, a recitales y “susurros poéticos”, como los de la poeta Soleida Ríos. “Íbamos por la calle y recitábamos poemas a la gente para alegrarles el día y quizá la vida”.

Fue alrededor de los dieciocho años que pudo por fin poner nombre a su vivencia de género. “Comencé a indagar y encontré en Youtube videos de chicos trans que estaban en proceso de hormonas, entonces vi que esa opción existía”. A partir de entonces y con el apoyo de su novia y de sus padres, empezó su proceso de transición de género.

Actualmente es estudiante de Historia en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana. Antes de entrar a la universidad, además de escribir poesía, hacía tatuajes, pero tuvo que dejarlo por falta de tiempo.

Como persona trans que originalmente también acudió a la escritura como forma de elaborar una teoría o una explicación sobre mí misma, nombrar mi vivencia y exploración con el género, conecté con la poesía de Oliver que, advierto, a ratos se oscurece, se tuerce y se encierra en sí misma pudiendo tornarse algo incomprensible.

Escritos durante el periodo que vivía como mujer lesbiana, estos poemas invitan a la confusión, al absurdo, la no certeza, lo contradictorio, lo desconocido y también a sumergirnos en ese abismo inquietante que puede representar, también para personas no trans, acerarse a conocer y explorar su propia construcción del género.

Pueden rastrearse en ellos con poco de agudeza y atención lectora, la demanda de la identidad transmasculina de su autor por expresarse, por salir, superar la superficie de esas líneas escritas que, si bien son un ejercicio de desahogo frente a la angustia de no-saberse o no-entenderse, se vuelve cada vez más imposible de ignorar, reprimir y acallar.

Son “susurros poéticos” de una identidad que necesita ser oída y comprendida, gritada al mundo y al mismo tiempo gritada al cuerpo y la persona que ella habita –recursos que a veces utilizamos inconscientemente en nuestra narrativa y que develan el ajetreo de una construcción, una batalla interior a la que no le hemos puesto nombre y que vamos descubriendo a nuestro tiempo.

Aquí la poesía se convierte, ya no solo en una creación artística que antes no existía, sino en el instrumento de un hombre joven para explicarse a sí mismo en una sociedad aterrada con los tránsitos y transgresiones de género, y también darle nombre a esa explicación. En palabras de Audre Lorde, mucho más bellas, elocuentes y conmovedoras que las mías: “Ella (la poesía) define la calidad de la luz bajo la cual formulamos nuestras esperanzas y sueños de supervivencia y cambio, que se plasman primero en palabras, después en ideas y, por fin, en una acción más tangible. La poesía es el instrumento mediante el que nombramos lo que no tiene nombre para convertirlo en objeto del pensamiento. (…) y cuando las palabras necesarias aún no existen, la poesía nos ayuda a concebirlas. La poesía no solo se compone de sueños y visiones (…). Es ella la que pone los cimientos de un futuro diferente, la que tiende un puente desde el miedo a lo que nunca ha existido” (2).


Simulación de una culpa

Me costó 20 fulas el placer de hablar con el resto. Aunque yo siempre huyo, ¿por qué pagaría por ser acosada? Oírme me estaba volviendo loco. Loca está por salir mi máscara entrenada, sobre todo la que conversaba con viejos alcohólicos queriendo darles pena. Yo salía a veces y se viraban los papeles con los viejos porque intentaba consolarlos. Máscara larga tenía amigos, más que yo. Los enumero y en ese trance me pego al sabor de la raíz cruda del árbol. Si supieran lo que pienso no fueran amigos de Máscara. Soy ese vano cristal por donde corre el agua, todo lo cuento, lo racionalizo. Máscara y yo los conocimos. Fuimos ambias de lo profundo. A veces extraño a Máscara, creo que pasea por aquí y no lo noto. Yo quería escuchar a la enferma tirada en la bodega esperando una señal. Me gusta la gente impar.  Echada a perder. Cero juicio. Público. Máscara prefirió ser cómplice de una fuga adolescente y cubrió la pérdida de la puta que fui en un cuerpo extraño. Soldadito. De mi propia lidia. Máscara se fue con un desconocido. Máscara a cada rato me hace gastarme 20 fulas.

La desnudez de Diog

Caminar. Aula de una enseñanza precaria. Escuchar a la enfermera que cuida la puerta. Decirte disfrútala. Insultar a una alumna con pechos grandes que rompen tela. Mi tela. Sonar y sonar para perturbar el silencio. Recordar el hastío de pensar en Diog desnudo. La reflexión convertida en firmamento. El firmamento que no sostiene nada. Transmitir la sensación de estar encajando, verla convertida en mujer con artefactos. Pensar si haber nacido hombre con el pene pequeño es peor que no serlo.

Alrededor del juego

Me sentaba en la cervecera con viejos. Arrastraba a mi padre a la misma cervecera y arrastré también mi cuerpo exhausto, correteado, cada maldita tarde en representación de lo perentorio.  Me metía al mar para quitarme el olor a cerveza del pelo, las que no me tomé. Llegar a la sala donde veía aquella Dora en un DVD pequeño. Tratar de que no se me olvide, porque estoy perdiendo esa sala donde se rompían cosas y la cara de mi madre cubre el cerco.  Mi padre se ponía la pachanguita y pintaba sin parar, luego se bañaba en la playa, entrada la noche. Estoy tratando de recordar que tuve una tabla de surf en la que montábamos al perro, incluso que un niño trató de ahogarme por asuntos políticos, y pudo. Recordar explosiones de carros imaginarios, los intentos de reconstrucciones de hechos que jamás pasaron. Esa sensación se va con mi casa, con mi cuarto, que se transformó en dos o en tres, porque no sé en qué lugar quedó la cama o si se convirtió en una habitación de campismo. Entonces recordé cuando me escondía en el diente de perro y luego bajaba a lo más inescrutable del mar. Una y otra vez, mi cabeza repetía la escena de pinocho hundiéndose con la piedra. Cómo perdonar a la que quemó el papel de las realidades, como quien contempla el desastre desde lejos y luego no puede desentenderse. Un papel que decía que sería otra cosa, que se acababa el chiste, que me gustaba una puta, y explica por qué más tarde terminé asfixiándome con lo que yo quería demostrar que podía ser mío. Un desperdicio es ver que el agua espejea y que la cerveza no sirve para las ganas de bucear, porque ya no tenía perro, se acabó temprano, cuando me di cuenta de que si me llevaba alguien a comer helado no era por agraciada la muchacha, y terminé en una villa, anhelando una f iesta de colgantes. Manteniéndome al margen de los nulos, alrededor del juego, para sentirme parte de un pleito de bribonas. Y desarrollo ansiedad porque a las 10 am en un pueblo de costa todos los flojos duermen. Ese sol que busco en Luz y que da ganas de pescar en el Faro nuevo de Lindau, resulta en un vaso de naranja que se baja con caneca y choca tubo-con-contén. Y el vino tira para un cuarto que no sabes si se divide o no, y te marea. Pensar que estás en una barra de vaqueros, porque el rostro de él es el del tiempo de Yakarta. Y Chacal. Porque su vecina si la daba, y porque yo sufro, todavía, si me acuerdo de una cita sin frenesí en la zona de los caballos. Prefiero pensar en la que me enseñó a comer uvas por casa del temba, que me dijo a los trece que yo lo hacía rico.

Creta

Creta no esperaba la paz como lo hacía Odalis. Ella utilizaba sus dones, lo hacía bien. Creta solo escribía sin parar en un papel Las tentativas. Creta planea, hace listas, se refugia en carposhes céntricos, que frenan el agua que va a caer directo en el capó. Su capó era su última oportunidad de llegar a algún sitio. Contaba con el trasporte seguro y errores de pronósticos. Odalis partía la pista, cocía ropa y llegaba por las mañanas. Odalis batía records de espera en Malecón y Galeano. Creta se inventó desde el 2006, el nombre. Odalis bautizó tres niños. Creta no sabía cómo hacer para que la llamaran por su nombre. Odalis la escuchaba quejarse de los sustos diarios. Pesa la maleta de Creta, encasillado todo. Limitarse a llegar y acostarte sin desnudar el alma, porque carga con materia. La gente lleva la culpa y el asco que una le tiró encima a la otra. Creta no tiene el cuerpo de Odalis, ni el nombre es común. Creta tiene su nombre y sus sábados para existir. Raimon es un hombre que cargaba su maleta, con la misma soltura que Creta. Raimón, la mejor amiga de Odalis. La mujer de Odalis existe. Ser buena en algo alguna vez. Esperar eternamente el llamado. Que se efectúe en la rotonda otra carrera semejante. Conócete y aprende de memoria tus negativos. Revela, de tu estancia aquí, solo lo que te valga.  Esperemos que el resto se vaya con el ron, la cruda moral, el sabor a rata y las canciones de época de ese radio casetera, todo ya olvidado. Estaré aquí esperando a que me pregunten por qué hice esto de mí.  Por qué verla sufrir no me basta. Por qué finjo. Por qué reniego y me limito a negar todo aquello de lo que el resto está orgulloso. No se baja más la guardia. Hay que imitar un viejo comportamiento agresivo. Rescatarlo y sucumbir al llamado de las patadas, los golpes bajos y los insultos, para poder caminar la libertad.

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1 Concepto desarrollado por Miranda Fricker en Injusticia epistémica. El poder y la ética del conocimiento. Trad. Ricardo García Pérez. Herder, Barcelona, 2017.

2 Lorde, Audre (2003) La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias. Trad. María Corniero. Horas y HORAS, la editorial. Madrid.

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