Foto por Lydia Alcock
Hace unos meses me preguntaron en una encuesta por internet si creía que mi PRE había sido un espacio seguro para las personas LGBTIQ+. La verdad en ese tiempo yo ni siquiera me había estrenado como una “persona LGBTIQ”, pero marqué el circulito del “Sí”, porque para mí la vocacional era el mejor lugar del mundo.
Luego tenía que marcar las razones por las que decía que mi escuela era segura, por ejemplo: a) conocía a más personas abiertamente LGBTIQ+, b) en las clases se hablaba de diversidad, c) en los murales se incluía información sobre la orientación sexual y la identidad de género, d) había una oficina a la que dirigirse en caso de bullying, e) existía una organización estudiantil donde hablar de estos temas… Todas mis respuestas fueron iguales: no, no, no, no, no.
No recuerdo que hubiera mucha gente que se identificara como gay o lesbiana o bisexual, muchísimo menos trans o no binaria. No recuerdo de hecho a ninguna. Y no hablo de esas personas que una suponía que lo eran, sino de las que lo asumían públicamente. En las clases, por no hablar, no se hablaba ni de la sexualidad más básica, supongo que dando por hecho que en la primaria nos habían enseñado para qué se usaban el pene y la vagina, y ya con eso íbamos “en coche”, como se dice.
En los murales, que nunca sirvieron para nada, al menos en mi PRE, si encontrabas algo era político: alguna efeméride, la historia del héroe de la escuela, y tal vez, algo sobre las enfermedades de transmisión sexual. ¿Una consejería para situaciones de bullying? ¿Sabíamos lo que era el bullying? ¿Una organización estudiantil para el acompañamiento o el activismo LGBTIQ+? Obviamente quien puso esas opciones en la encuesta no se imaginaba una organización tan inútil como la FEEM.
En realidad, en la vocacional la juventud cuir no estaba segura, como yo pensaba, sencillamente era invisible. No había que asegurar algo que no se veía, que no se mostraba, que no se mencionaba: que no existía. Esa encuesta, pero sobre todo mis respuestas, me hicieron pensar en lo poco que esperamos las personas LGBTIQ+ de los contextos donde vivimos.
Me doy cuenta de que a veces nos conformamos con que nos dejen en paz y no vivir episodios de violencia física o emocional, pero eso, aunque es una parte importante del asunto, no resuelve nuestras necesidades y definitivamente no resume nuestros derechos o la responsabilidad que tiene la escuela en hacernos sentir bienvenides y respetades, como al resto de les estudiantes.
Nos han programado para que creamos que un ambiente seguro es aquel donde nadie nos maltrata, pero la “seguridad” tiene muchas dimensiones. Piensen en una planta a la que nadie le arranca las hojas, pero tampoco la riegan ni la abonan. Somos seres complejos y necesitados de cuidados que nos ayuden no solo a sobrevivir, sino a florecer.
Ya había olvidado el tema de la encuesta pero me acordé hace unas semanas, cuando fui por primera vez a la Universidad de Towson, en Baltimore, Estados Unidos, para matricular en una maestría en Estudios de Mujeres y Género. Justo en la oficina donde recibí mi tarjeta de estudiante había un póster que decía que en esa institución se rechaza, entre otras cosas, el acoso, la homofobia y la transfobia.
No fue el único cartel que vi, ni tampoco el único recurso que utiliza la universidad para promover y asegurar el bienestar de las personas LGBTIQ+, tanto de les estudiantes, como del personal docente y administrativo.
Solo por mencionar dos que me parecieron importantes: existe un Centro para la Diversidad de les Estudiantes, que promueve eventos y programas para la igualdad, la equidad y la inclusión, y además el Reglamento Escolar prohíbe explícitamente la discriminación, que define como el tratamiento desigual hacia una persona debido a uno de los estatus legalmente protegidos en regulaciones de Estados Unidos, como lo son la orientación sexual y la identidad de género.
Llevo muy poco tiempo para decir si estos recursos son cuerpos vivos o sencillamente formalidades burocráticas, pero sí puedo decir que ver aquel cartel me causó una mezcla tremenda de sorpresa y satisfacción. Me dejó pensando en lo bien que se siente saber que la institución no solo te ve, sino que te nombra, reconoce tus conflictos, atiende tus crisis y protege tus derechos.
Siento que las escuelas cubanas están a millones de años de acciones como estas. A veces ni siquiera sabemos cuáles son esas cosas que más que querer necesitamos: el cartel, el reglamento, la consejería, los baños sin distinción de género, la educación integral de la sexualidad, el posicionamiento público de las administraciones a favor de nuestros derechos, la conmemoración de las fechas importantes para nuestros colectivos.
Reconocer esas necesidades es el primer paso para exigirlas desde cualquiera de las perspectivas desde las que nos acercamos hoy a las escuelas: como estudiantes, como profesorxs, como parte del personal administrativo o como familias.
Puede ser tan sencillo como proponer un debate sobre el matrimonio igualitario o tan complejo como colocar una bandera del orgullo trans en el mural del aula. Esperen resistencia… ¡pero cultivémosla en la misma medida!
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