Por Yuliet Teresa VP
Foto por Iracema Díaz Paz
A Enrique Parejo González, por la luz
Mi abuelo es maricón. Lo supe cuando tenía nueve años y desde entonces siento que le debo muchas cosas. No sabría enumerarlas o decir cuáles. Aquí estoy, debiéndole ser quien es y no, específicamente, ser quien soy.
Hay una historia confusa en mi familia. Unas cuantas escenas censuradas bajo el subtítulo del “error tremendo de mi abuela al casarse y tener dos hijas con un tipo así” y “el escándalo al enterarse que Parejo está con un hombre y nadie quiere decirle que su marido anda en esas cosas”.
De esto ya han pasado más de 50 años y parece que el casete tiene una mejor reedición, pero ni tanto. Hace dos meses fui a casa de mi abuelo y en medio de una conversación — de lo mala que se ha puesto la cosa y de lo perdida que está la pastilla de la presión — , le pregunté como en Fresa y Chocolate: “¿Pipo, cómo fue que te hiciste maricón”?
Me miró sorprendido y, luego, en esa complicidad entre nieta y abuelo me dijo: “En el servicio militar. Ahí conviven muchos hombres y fue cuando empecé a verlos sexualmente. Siempre me gustaron los muchachos, desde chiquitico”.
En la familia Parejo, marcada por las viejas normas de la Neorepública y educada por José Parejo Moré (Lolo), un teniente de Batista, difícilmente te podías salir del molde. “Imagina que papi siempre me tenía castigado. Él una vez me agarró dándole un beso en la boca a un vecino.
“Casi me obligó a casarme con una mujer y cuando llevé a tu abuela a la casa vio los cielos abiertos. Antes de eso ya yo había tenido relaciones con algunos hombres pero siempre a escondidas”.
“Siento que al principio engañé a tu abuela. No era mi intención pero me sentí obligado. A estas alturas jamás lo hubiera hecho aunque tuviera un cuchillo en la garganta. Pero después que nació Mirlita, tu mamá, la cosa cambió”.
“Tenía la extraña sensación de ser papá y eso es algo muy fuerte. Es el amor hacia una persona que te cambia la vida y, además, la complicación de estar atado a una mujer con la que estás casado y no eres feliz”.
“Yo conozco gente que se ha pasado la vida así, fingiendo ser y tener una familia de plastilina. Es muy difícil mantener el circo. A punto de divorciarme y cuando le conté a tu abuela, luego de muchas luchas internas por definir mi futuro, llegó Marla, tu tía, y se me enredó más la cosa”.
“Ahora la gente usa términos muy románticos para definirse. Eso de gay es muy americano. Yo soy maricón. Un tipo que disfruta su sexualidad con otros hombres y que también come ensaladas en vez de pan, hace unas colas interminables para comprar cualquier cosa y soy tu abuelo mija, tu abuelo orgullosamente maricón”.
***
Mi madre vivía con el recelo de con quién yo jugaba o pasaba tiempo. Si eran niñas, pues cada una hora merodeaba el lugar. El miedo que asfixia a una niña de nueve años. El puto miedo a que se me pegara la homosexualidad de Pipo como si fuera algo contagioso.
Desde esa edad lo miro (a mi abuelo) con otros ojos y casi siempre — en rebeldía a las órdenes — he hallado en él una suerte de paradigma. A la frase “él es un buen hombre” le añadían “sin embargo”. Desde hace tiempo empecé a darme cuenta de esa manera de referirse a él.
Recuerdo que no me dejaban estar sola en su casa porque “ahí entra mucha gente y las niñas no deben estar en lugares así”. Lo triste es que ese lugar era la casa del hombre que se desvivía en comprarme los dulces más ricos del mundo.
No podía, tampoco, sentarme sobre sus piernas. Todo era muy restringido: horarios, supervisión de mi tía o mami, no subir al segundo piso, no sentarme en la cama, evitar saludar a sus “amigos”, no tomar agua empinándome de los pomos…
¿Dónde quedaba aquello de “él es el mejor de todos los abuelos” si a cada paso había una prohibición? Aunque mi mamá siempre fue más desprejuiciada, del “temita” muy poco se hablaba.
Con el miedo a que la historia se repitiera, mi hermano desde los 6 años juega pelota, futbol y hasta en karate lo metieron. No le permitían llorar si se caía o cuando se fajaba. Yo, por otra parte, tuve esas raras muñecas de papel “cuquitas” y demasiada ropa rosada. ¡Y aquí me ven, tortillera!
***
La niña que una vez fui creció y empezó a cuestionar lo sesgado de una relación que debió ser sin fobias. Rechacé, durante años, los segundos planos reservados para un hombre que quiso ser feliz antes que vivir un paripé.
Siento que lo que le debo, tal vez, es la admiración de anteponerse a la homofobia de una ciudad que fue viéndolo como un enfermo mental, como el maricón que salió del clóset y avergonzó a sus dos hijas, como el tipo que entra y sale de su casa con personas diferentes y el viejo que vive con dos hombres de más.
¡Coño, mi abuelo es un bizarro!
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