Nadie corta un trozo de un vestido nuevo
para arreglar un vestido viejo.
De hacerlo así, echará a perder el vestido nuevo; además el trozo nuevo no quedará bien
en el vestido viejo.
Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo hace que los odres revienten,
y tanto el vino como los odres se pierden.
Por eso hay que echar el vino nuevo en odres nuevos. Y nadie que beba vino añejo querrá
después beber el nuevo,
porque dirá que el añejo es mejor.
Lucas 5:36-39
Las preguntas regresan una y otra vez, ¿por qué lo hacemos?, ¿qué hacemos?, ¿cómo lo hacemos?, y (muy importante) ¿hasta cuándo lo haremos? Aunque el título de este artículo enmarca claramente el tema que discutiré, modelé las preguntas de modo que fuera posible confundirse, considerar si la autora -marcada por años de lecturas dispares- no supiera muy bien de qué va su propio ensayo. La autora intenta señalar que preguntarse sobre la vocación es común, sin importar cuánto interés tengamos en los asuntos sociales. Esto se debe a que tener una ocupación que nos guste se considera un factor importante en la felicidad, por eso deseamos poder decidir libremente qué haremos, y tener el valor para seguir adelante por encima del escepticismo ajeno.
Propongo que el activismo se parece bastante a cualquier otro empleo, en el sentido de que implica preguntas sobre su perspectiva (por qué), implementación (qué, cómo), y duración en el tiempo (hasta cuándo). Este es un truco para ganar tu empatía: hago énfasis en que nuestro trabajo voluntario es un tipo de trabajo y se supone que puedas pensar en ello de modo menos distanciado, que veas en quienes lo hacemos a personas simpáticas y ocu- padas (no solo pasivamente preocupadas) por el futuro (piensa en la infancia, asociar una idea con bebés siempre es buena propaganda).
Vale, es un truco retórico, pero no deja de ser cierto.
También es cierto que el activismo tiene una diferencia radical con el empleo: un trabajo puede ser innovador o tradicional, ambas opciones son valiosas y respetables, pero en el activismo el objetivo es cambiar las cosas. Según la Real Academia de la Lengua Española (a la que me refiero por su rol de referencia en la gramática descriptiva de la lengua), la tercera acepción de “activista” es sustantiva y refiere a cualquier “Militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas”. Sí: trabajamos para hacer que nuestras ideas transformen a la sociedad, de modo que no sea perfecta, mas se acerque a lo que yo, simplemente, soñé.
El activismo, como cualquier ocupación -pagada o no- tiene disyuntivas concretas sobre su horizonte estratégico y sus modos de implementación. Estas cuatro interrogantes de ¿por qué lo hacemos?, ¿qué hacemos?, ¿cómo lo hacemos?, y ¿hasta cuándo lo haremos?, tienen tantas respuestas como circunstancias enfrentan las personas. Lo que propongo -ahora que tengo tu atención y empatía- es discutir las características de cuatro modos de hacer activismo a los que llamaré legalista, asistencialista, político y antisistémico. Ante todo: no creo que ninguno valga menos. Aunque mis preferencias ideológicas se inclinan hacia el último -se me sale la pluma roja-, puedo reconocer que “más vale vivir para luchar otra batalla”. Al mismo tiempo, creo que conocer las muchas posibilidades existentes puede cambiar las elecciones que cada persona, grupo o comunidad toma frente a sus circunstancias.
A menudo lo radical no es la acción, sino el sentido que se pone en ella.
Si no entiendes esa oración, no importa, volveremos sobre esto al final. Vamos allá.
El modelo legalista se enfoca en cambiar las leyes que normalizan la desigualdad y desarrollar otras que la combaten. Hay leyes populares, como el matrimonio igualitario, contenciosas, como el reconocimiento de la identidad de género y la reproducción asistida. Las hay oscuras, como los presupuestos de salud y educación -¿cómo crees se pagan esos cambios?-, y hasta dolorosas, como las de violencia de género o reparación a víctimas de violencia institucional. Esa gente escribe, discute, impulsa, negocia a partir de una idea: si “la sociedad” no entiende, al menos tendrán que obedecer la ley. El problema de este enfoque es que solo influye un espacio específico del tejido social. Si bien hay quienes creen que el activismo debería concentrarse en esa faceta, es ingenuo pensar que el reto principal es cambiar las leyes: aunque irradian en todas direcciones, las leyes son letra muerta si no se las divulga y da a la ciudadanía herramientas para usarlas.
Ahí entra el seguno enfoque de lo que puede ser el activismo: asistencialista. Se trata de una línea de acción a menudo ingrata a nivel personal, pues tienes que decirle a la gente cuando lo que solicitan es imposible, por razones legales o prácticas. Pero es el enfoque favorito de las instituciones estatales y fundaciones, porque inaugurar un “Centro Comunitario” siempre da buena prensa. Es donde se concretan las políticas públicas que conquista el activismo legal. Un efecto habitual -e indeseado- del activismo asistencialista es que divide a la comunidad entre quienes poseen infomación y conocimientos y el resto de la población LGBTQ, que “solo” necesita educación para aprovechar los recursos existentes e incorporarse a la sociedad, o reclamar las injusticias. Quienes trabajan en centros comunitarios, u otros proyectos de “ayuda”, corren el peligro de anular involuntariamente la agencia de las comunidades que intervienen. Esta es una razón por la que los gobiernos prefieren los modelos asistencialistas: al incorporar las poblaciones marginales a espacios formales de producción y consumo, aumentan la estabilidad social, y cancelan -aparentemente- la necesidad de cambios sociopolíticos estructurales.
De todos modos, siempre hay gente inquieta que piensa en grande y se mete en política para aumentar la fuerza de la lucha LGBTQ a través de alianzas estratégicas con otras organizaciones y la elección de representantes gubernamentales cuyas agendas incluyan explícitamente reivindicaciones para el grupo. La intervención directa en las estructuras políticas intenta cambiar la sociedad desde arriba y hace énfasis en la interseccionalidad de las discriminaciones sufridas por las personas LGBTQ: educativas, laborales, en servicios de salud o comerciales, etc. Además, la construcción de alianzas con otros actores de la sociedad civil -sindicatos, grupos religiosos, ecologistas- hace crecer la fuerza de las demandas y reconoce que muchos problemas no tienen su raíz en la homo-lesbo-bi-trans-fobia, sino en la desigualdad económica de toda la vida -por ejemplo, el desempleo- mientras otros tienen raíces similares -como el racismo-. Unos y otros afectan a poblaciones mayores que la LGBTQ, por lo que sus soluciones demandan coordinación entre distintos sectores afectados. Estas dinámicas se enmarcan bajo la etiqueta “política de identidades”, pues grupos identitarios diversos tratan de conciliar sus necesidades y establecer frente común.
Dos de los problemas con la política de identidades: primero, estas candidaturas “de la comunidad” presentan a personas con supuestos marcadores identitarios específicos -una biografía dramática, tener gustos “claramente” LGBTQ-, pero que simultáneamente luchan por parecer lo suficientemente “respetables” como para que el resto de la población les vote. Segundo: gobernar demanda con frecuencia la jerarquización de las necesidades sociales -¿qué va primero, ley de violencia de género o de protección ambiental?- y la toma de decisiones económicas o políticas no directamente relacionadas con las personas LGBTQ, pero que les impactarán de modo desproporcionado -es lo que le pasa a las comunidades vulnerables, los golpes les caen más duro-.
Estos tres tipos de activismo presuponen que las estructuras del Estado pueden ser usadas para mejorar la vida de la ciudadanía LGBTQ, como antes se usaron para perseguirles y criminalizarles. Tal actitud implica aceptar que el Estado contemporáneo puede ser reorientado para que apoye la emancipación colectiva del heteropatriarcado. Una visión muy optimista del mundo, pero que la evidencia desmiente. Como advierte Fátima Gamboa, el derecho es “una herramienta diseñada para garantizar la existencia y el poder del Estado patriarcal” [1], y cualquier viraje en el péndulo político hace retroceder los derechos de grupos específicos -protección contra la discriminación, acceso al aborto- o de clases sociales enteras -desmantelamiento de sindicatos, pérdidas de prestaciones sociales-. Aún cuando la comunidad LGBTQ
tenga representantes en las distintas ramas del gobierno, sus decisiones económicas podrían anular los beneficios específicos con que cumplen sus promesas electorales identitarias. Recordemos que ser homo no significa ser progre, contrario a lo que afirman por ahí, esto no es “un estilo de vida”, sino un rasgo de la personalidad sin relación directa con el perfil ideológico de las personas.
Si el objetivo final es terminar con la discriminación contra las personas LGBTQ a través del desmantelamiento del poder heteropatriarcal, entonces recordemos la advertencia del Profeta Carpintero hace 2020 años: no “se echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino nuevo hace que los odres revienten, y tanto el vino como los odres se pierden.” Esto nos enseña que el cambio, para que sea verdadero, debe ser sistémico: articularse y proyectarse como una lucha que busca cambiar el tejido social en sí mismo. Es algo que demanda pragmatismo, las personas necesitan vivir con dignidad material mínima para pensar en “lujos” como una vida libre de discriminaciones.
Lo que propone el activismo antisistémico es asumir como cierto que “El estado opresor es un macho violador” y planear acciones legales, intervenciones de asistencia social y alianzas políticas con otro horizonte: “hay que echar el vino nuevo en odres nuevos”. La emancipación LGBTQ pasa por destruir el heteropatriarcado, las relaciones basadas en la violencia, la naturalización de la desigualdad estructural, en fin, al Estado jerárquico como ha existido hasta ahora. De este modo, las mismas acciones cambian de sentido: ya no son arreglos parciales para situaciones que nos superan, sino pasos hacia la construcción de una sociedad nueva -dije que volveríamos sobre el sentido radical de las acciones cotidianas. No, nadie sabe cómo será esa sociedad, pero sí que debe contener: nuevos paradigmas de propiedad, consumo, educación sentimental y responsabilidad ambiental que prioricen todos los derechos para todas las personas.
¿Por qué lo hago? Porque me gustan los finales felices.
¿Qué hago? Imaginar un mundo mejor y ayudar a otras personas en sus sueños.
¿Cómo lo hago? Con los recursos que mejor se adapten a cada circunstancia.
¿Hasta cuándo lo haré? Hasta que se seque el malecón.
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1 Gamboa, Fátima La justicia del padre en Pikara Magazine, 30 de junio de 2021, https://www.pikaramagazine. com/2021/06/la-justicia-del-padre/
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