Espero la hora dorada meciéndome en un sillón de la terraza con mis gatas. Una mano aguanta el móvil y la otra un cigarro de esos malos que hay ahora. Como siempre, el corazón se me dispara mientras suelto el humito, sin glamour ninguno, y tengo que respirar hondo y con calma a ver si se me pasa el mareo que sigue.
“Es que soy imbécil además de hipertensa”, me digo y salgo de Facebook, que al igual que la sal, la grasa y el noticiero de las 8:00 pm, tendría que evitar como evito el corona.
Ya el sol no me fustiga, va bajando y poniendo todo amarillito, menos el cielo, que se revienta en unos colores letales. Se me aguan los ojos. “Quién escribiera poesía. De pinga”.
Una de las gatas se me sube a las piernas, se desparrama y me mira fijo pa que le dé atención. Se la doy. Ahí viene la sensación insistente, la de mi vientre hinchado y mis tetas pesadas, reventando con vida, la de Ela en el sillón de al lado acariciando mi mano con la de ella.
Me pego el cigarro a la boca de nuevo, mirando el horizonte que mi terraza deja mirar, pero qué va, tengo que apagarlo a la mitad. “Con lo caros que están”. Chuchita salta de mí al sillón de al lado y se estira panza al sol.
Yo me estiro cara al cielo, cierro los ojos a la luz dulzona, y es ahí que ella lo absorbe todo: la mata de naranja agria y la palma de Madagascar, los muros que han aguantado mil lluvias, las tejas que son el background preferido para las fotos que pongo en mis estados sapingos de Whatsapp, las imágenes de mis amigas en aeropuertos, los testimonios de gente enterrada en prisiones revolucionarias, la falta de oxígeno y el exceso de descaro, las leyes impuestas, las leyes y familias pospuestas.
Luego lo escupe. Me impacta de frente y respiro hondo contra el mareo que sigue. Tengo que abrir los ojos. “De pinga”.
Enciendo otro cigarro y lo aspiro. Duro. Chuchita me mira fijo en la oscuridad.
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