La violencia en las escuelas reprime la mejor versión de nosotres

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Ilustración por Brady Izquierdo

La única vez que tuve una “intervención” por mi sexualidad fue en el preuniversitario: preocupadas por nosotras, un grupo grande de compañeras de aula nos citaron a mi amiga y a mí en el cubículo que todas compartíamos en la primera planta de la Unidad 1, del IPVCE de Santa Clara donde pasé esa etapa de mi vida.

Nos contaron que los varones del aula –y seguramente algunas de las muchachas- habían comenzado a sospechar sobre la relación demasiado cercana que teníamos. Comentaban, nos dijeron, que éramos lesbianas y sugirieron que quizás debíamos cambiar un poco la manera en que nos relacionábamos.

Más de 10 años después de ese día, a pesar de que mis compañeras dejaron bien claro que no tenían problema con que los rumores fueran ciertos y que nada cambiaría con ellas –una posición increíblemente desprejuiciada para ese momento-, recuerdo la experiencia como un momento de tristeza, pero, sobre todo, de mucho miedo e incertidumbre.

No sabía lo que podría pasar si nos colgaban el cartel de lesbianas, pero seguramente no sería nada bueno cuando, en lugar de la risa y la jarana que motivaba la noticia de nuevas parejas dentro del aula, la posibilidad de que fuéramos novias lo que generaba era una intervención correctiva.

Las consecuencias no serían agradables porque las escuelas, que en definitivas reproducen los valores y prácticas de las sociedades donde existen, nunca han sido espacios seguros para las personas LGBTIQ+.

No importa la posición que ocupemos: como estudiantes, profesorxs, parte del personal administrativo e incluso padres o madres. Si hay algo que no discrimina a la hora de expresarse es la discriminación misma.

La violencia que más conocemos es la que nos afecta como estudiantes, una posición en la que todes hemos estado al menos durante dos niveles de enseñanza en Cuba y que cuando se ejerce desde otres compañeres por causa de nuestra orientación sexual o nuestra identidad o expresiones de género, se conoce, hasta el momento, como bullying o acoso escolar homo-lesbo-transfóbico.

Pudiera decir que viví una de las expresiones más suaves de esa violencia que se puede manifestar de muchas otras maneras, desde las burlas verbales, a través de nombretes como “marimacho”, “pajarita”, “cherna” y “tuerca”, o gestuales como la imitación amanerada de las víctimas, hasta la exclusión, el rechazo y las agresiones físicas… ¿Recuerdan el corto “Camionero”, de Sebastián Miló?

Con frecuencia estas situaciones ocurren fuera de la vista del profesorado y la mayoría de les afectades no las denuncian por miedo a que se repitan e incluso empeoren, por lo que es difícil de detectar, sobre todo para un personal docente que no es entrenado ni sensibilizado para percibir, entender y enfrentar el fenómeno del bullying homo-lesbo-transfóbico.

Lo que sí conocemos muy bien son los efectos de esta violencia: una ansiedad horrible cada mañana cuando debemos asistir a la escuela, ausentismo, la autoestima por los suelos, disminución de nuestras aspiraciones educacionales y el rendimiento académico, e incluso abandono escolar, especialmente en el caso de las personas trans, quienes junto al bullying de sus compañeres tienen que lidiar con reglamentos institucionales cis-heteronormados que les impiden expresar su identidad de género.

Les propies profesorxs pueden ser muchas veces les agentes de discriminación, ya sea porque no saben cómo identificar o lidiar con estas situaciones, o porque sus propios prejuicios sobre las personas con orientaciones sexuales e identidades de género no hegemónicas validan esa violencia, la estimulan con su inacción e incluso a veces la secundan o protagonizan.

Según especifica la investigadora Yoanka Rodney en su artículo “Políticas públicas sobre violencia escolar en Cuba”, la resolución ministerial 11 de 2012 del Ministerio de Educación, ubica entre faltas graves y menos graves acciones como “maltratar de obra o de palabra compañeros de estudio”, “observar una conducta violatoria de las normas morales o de convivencia social establecidas en nuestra sociedad socialista” y “jugar de mano, usar apodos ofensivos, bromas groseras o de mal gusto y utilizar frases que hieran el prestigio social de los compañeros y profesores”.

En el caso de la educación superior, la resolución 240/07 establece como falta muy grave el “realizar algún hecho denigrante que afecte el prestigio y la moral del estudiante”, “maltratar de obra a compañeros de estudio” como grave, y como menos grave “faltar al respeto debido, de palabras, por gestos o impresos” a otres estudiantes.

Estos marcos disciplinarios sin dudas ofrecen posibilidades para el enfrentamiento al bullying homo-lesbo-transfóbico pero a la vez utilizan términos peligrosamente ambiguos como normas morales, mal gusto y prestigio social que colocan en gran medida cualquier decisión a merced de la valoración subjetiva del personal académico, y, de hecho, no regula el comportamiento de este último hacia les estudiantes por lo que constituyen reglamentos unidireccionales.

El resto de las personas LGBTIQ+ que interactúan en el sistema educacional no están en mejores condiciones ni más a salvo que les estudiantes.

Los claustros docentes pueden ser espacios opresivos, en donde nuestras identidades son obligadas a permanecer escondidas por el impacto “moral” que puedan tener entre les estudiantes o por la desaprobación que causaría entre nuestres colegas, a pesar de que el Código del Trabajo aprobado en 2014 sanciona la discriminación por motivo de la orientación sexual.

Como profesorxs podemos sufrir además el rechazo y hasta las burlas de les estudiantes, incluso el chantaje de quienes pudieran ponerle un precio a su silencio sobre nuestra orientación sexual o identidad de género.

Padres y madres también pueden ser fuentes de presión y agudización del estigma, en el caso de que cuestionaran la “idoneidad” de una persona LGBTIQ+ para enseñar a sus hijes. Padres y madres LGBTIQ+ sufren a veces en carne propia el escrutinio del personal institucional que menosprecia su capacidad para construir hogares saludables y “funcionales”.

El camino para lograr escuelas seguras para las personas sexo género diversas incluye, en primer lugar, una proyección clara por parte del Ministerio de Educación y de Educación Superior de tolerancia cero a la discriminación por motivo de la orientación sexual o la identidad de género de estudiantes, docentes y trabajadorxs en sus instituciones.

Exige la creación de reglamentos que proscriban la discriminación, con vías claras que todes conozcan para denunciar las situaciones de violencia, que sancionen a quienes la ejerzan y protejan a las víctimas de posibles represalias, así como también un personal docente y administrativo capacitado para hacerlos cumplir.

Demanda además la implementación de una educación integral de la sexualidad que transversalice los planes de estudio promoviendo el respeto a la diversidad y la dignidad de todas las personas que confluyen en los centros escolares.

Después del incidente con mis compañeras, me hubiera encantado conversar con alguien de la institución para que me aconsejara o que quizás promoviera un debate en el aula sobre estos temas –no conmigo como centro, claro- que evitara futuras tristezas a otras personas.

En ese momento solo contábamos la certeza de que nuestra amistad era más fuerte que todo para que el episodio no nos marcara demasiado, pero hoy sé que nadie debería pasar por una “intervención” por ser o amar de una manera determinada: menos en la escuela, que tiene que ser un espacio donde cultivemos la mejor versión de nosotres.

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