Ilustración por Alejandro Cañer
A la hora del receso no teníamos ganas de hablar de cuán cansados y confundidos estábamos. Los varones de mi aula se reunían más bien a criticar al muchacho del grado superior, que realmente era una muchacha. A ella no la dejaban ir en saya a la escuela y todos reímos cuando decidió aparecerse así un buen día. Yo reí con tal de pertenecer al grupo pero realmente sentía envidia por su desprendimiento, por su valor de mostrarse tal y como realmente era. Su expulsión no generó comentarios, más bien alivio entre los profesores, que estaban tan preocupados por eso como de que los niños no lleváramos prendas con la bandera de Estados Unidos. El receso siempre fue el mismo. Una burla constante a lo diferente. Tal vez lo aprendimos de nuestros profesores. En mi aula estaban las personas más desgraciadas, los que maltrataban a los demás. Sus comportamientos no se limitaban al recreo; dentro del aula se sentía una atmósfera de testosterona y hostilidad que se vertía en turnos de clases saboteados, lo que trajo como consecuencia un aprendizaje intermitente. Ver cómo los varones se pasaban todas las tardes restregándose los unos con los otros, rompiéndose los brazos, ensuciándose las camisas, amenazándose, insultándose, provocándose y probándose fuerzas como si de rituales de honor se trataran, me hizo dudar en algún momento de mi quietud en los bancos, leyendo y hablando de cualquier tontería. Me dejé influenciar en otros aspectos. La violencia nunca fue para mí una vía de expresión.
Hablar de sexo era tal vez donde mejor se mostraban las sonrisas de aquellos varones que minutos antes estaban matándose en el patio. Con ellos aprendí todo lo que después tuve que olvidar. Tenía entre doce y catorce años y ya se suponía que fuéramos unos héroes en la cama. Algunos varones que habían desarrollado antes su cuerpo, hablaban con tal desprendimiento y seguridad que muchos tomaron aquellas palabras y hasta el sol de hoy las repiten como un mantra. La primera vez que estuve con una mujer, no me enteré de los actos preliminares, no sabía qué decir ni qué hacer, solo emergía en mí, y de una manera bastante forzada y tímida, la masculinidad subjetiva de los machos del recreo. El desastre de la primera vez sería repetido un par de veces más, pero en los pocos momentos en que estuve presente, comencé a ver cierta personalidad en mis acciones. Mis maestros (los varones que creían saberlo todo) no contaron con eso. Fui preguntándole a cuanto oráculo se me apareciera: a mis padres en ocasiones, a mis amigos más íntimos, con los que podía hablar de la parte oscura del deseo, a la pornografía y a los libros. Por miedo a ensayar y fallar, para luego aprender del fallo, quise adelantarme a todo consumiendo toda la información posible para luego terminar más desamparado que nunca.
No fue hasta que comprendí que el sexo no se trataba sino de un diálogo honesto con la otra persona que comencé a desterrar de mí a los machos del recreo, sin embargo, ahí comenzó otra lucha aún más tortuosa. Mi cuerpo comenzó a traicionarme. Reflejos musculares de una masculinidad absurda emergían y se apoderaban del espacio. Sacrifiqué algunas parejas en un intento por sacar lo que creía mejor en mí.
Continuaba siendo egoísta, en aquel diálogo solo quería hablar yo. La sexualidad femenina se había convertido en un misterio que poco a poco iba perdiendo su lógica. Me sentí frustrado muchas veces y sé que conmigo sufrieron encorvados muchos más. Cuando comencé a escucharlas a ellas, entendí que no estaba solo en mi frustración, que ellas también sufrían de una presión social inmensa, que entre amigas se habían hecho un daño incurable, que sus parejas las usaron, que a muchas las violaron, las engañaron, la embarazaron, la maltrataron, que de sus aventuras solo se llevaban la mayor desilusión y que la búsqueda se había tornado, a estas alturas, una eterna danza defensiva, donde cada uno hacía lo que podía. Y sí, disfrutamos cuando pudimos, y tuvimos el mejor sexo que pudimos tener, y gemimos tanto que creímos exorcizar nuestros fantasmas, y vimos el amanecer sin percatarnos y caímos tan agotados que dijimos “ahora sí”, pero sabemos que no, que apenas estábamos empezando a librarnos de aquellos cimientos mediocres con los que crecimos todos, ausentes de una educación sexual por parte de la escuela y de nuestros padres, lejos de una comprensión social por nuestras diferencias, infinitamente distantes de un amor que celebra la libertad ajena. Todo esto parecía un bello sueño y como todo sueño, pocos se preocuparon verdaderamente por alcanzarlo.
A mis amigos varones continúo saludándolos con un abrazo. Es curioso que luego de tanto especular sobre la sexualidad femenina no tengamos la más mínima idea de nuestra propia sexualidad. “Los varones no juegan de mano”, oran en silencio para sus adentros mientras se apartan de cualquier roce con otro hombre, incluso, de sus propios roces. Quisiera que nos detuviéramos de verdad para darnos la mano como una caricia, pero aún sufrimos de la terquedad del tiempo; crecer consiste en desacelerar el tiempo y contemplar, escuchar y aceptar los ritmos de la existencia, no juzgar la realidad que se nos presentaba solo porque era diferente. Muchos continúan estando en la secundaria, apartándome con un pequeño empujón, evitando el roce de las personas que se quieren. Hoy solo rehúsan del pasado, le huyen, no lo enfrentan. La valentía que poseen es una arquitectura de gestos, frases y acciones que simulan muy bien cierta nobleza y moralidad, pero a la larga aún se sientan a mi lado en posición fetal y lloramos juntos las malas decisiones, los movimientos bruscos, la fatalidad de crecer con falsos nortes, la aspereza de madurar sin las influencias, la masculinidad dada por sentada que todavía nos asecha en la nuca y nos sacude en sueños. A todos nosotros va mi mejor caricia, hombres de mi alma.
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