Aquella primera vez no hubo nervios ni drama. Nada de grandes cuestionamientos de qué soy yo ahora ni de qué cosa me gustaba más. Tampoco me fulminó un rayo divino la segunda o la tercera vez, ni con ella ni con otras. Es más, si caía algo así del cielo yo no iba a despegar mi cara de la teta. “¡Manda fuego!”, como dice la pastora Soraya.
Por ese tiempo conocí personas interesantes: la muchacha que la daba toda con otras mujeres en cuartos de alquiler mientras le daba el gusto a su familia de tener novio a la vista de todes, la pareja cishétero que añadía un tres a la cama desde la adolescencia como estilo de vida, o la que se iba a los bares y regresaba a su casa con el carro lleno de chicas pa’ pasarla bien.
Todo estaba bien, ya hace tiempo me quedaba claro que la sexualidad es diversa y fluida, ya saben, pero además no había problemas porque todes elles, igual que yo, cuando salíamos de esos momentos seguíamos siendo parte de la “gran mayoría” cis heterosexual y tradicional.
A pesar de saber que mi modo de vivir tenía su punto hipócrita, tengo que reconocer que para mí todo era bastante cómodo y no tenía mayores consecuencias. Solo debía tener cuidado de que no se notara “lo que había” si la otra persona y yo nos encontrábamos en un parque o cualquier espacio público. No tenía ninguna necesidad de contarle a mi familia ni a mis colegas algo que no tenía demasiada trascendencia, que transcurría mayormente en espacios privados, y que no implicaba grandes compromisos ni emociones.
Pero entonces llegó una mujer que no quise que se fuera. Mi mano se mandaba sola a coger la suya en la calle, es más, mi cuerpo quería acaparar el suyo con glotonería cuando me tiraba su combinación explosiva de mirada-sonrisa coqueta en cualquier lugar. Ya quería hablarle a mi mamá y a mis amigues de esta maravilla que estaba pasando de nuevo en mi vida, quería que la conocieran también y que fuera bienvenida donde quiera que lo fuera yo.
De pronto dejó de parecerme aceptable toda esa vida oculta. Es fácil y súper rico hacer tortilla, pero cuando me enamoré de una mujer y quise que fuera mi familia, cuando dejó de funcionarme el bajo perfil, comprobé que es muy diferente ser tortillera.

Se dice que ser tortillera implica un auto reconocimiento, una orientación afectivo-erótica más bien estable hacia personas del mismo género, pero quizás sea algo más que eso. Lo digo porque tengo una amiga que le cogió la temperatura al sartén una vez, y aunque le gustó y no descarta algún orgasmo lésbico en el futuro, no tiene interés en cogerle oficio y se sigue describiendo como heterosexual. Otra amiga está en una pareja hetero que contantemente busca otras mujeres para hacer tríos, y es bisexual, pero disfruta sin conflictos del privilegio de vivir como heterosexual a la luz pública. Entonces, creo que ser tortillera requiere, además, una intención de identificarte como tal, podría decir que incluso va de asumir una “etiqueta” y hasta de llevarla “por fuera”, aunque no olvido que con eso vienen las lesbofobias y otros demonios patriarcales que conocemos.
A mí la etiqueta no me pega tal cual. Es cierto que al estar en una relación lésbica experimento lo que es “ser lesbiana”, pero las bondades sáficas solo se añadieron a mi repertorio del amor sin desplazar otras posibilidades. La tortilla no implica que yo haya dejado de ser bisexual (¿o pansexual?), pero estar en una relación con otra mujer sin esconderme es todo lo que requieren los agentes de Tras la huella lesbiana para encajarme en su perfil.
Y justo aquí viene una parte del asunto se ha vuelto chea, porque en un capítulo de esa serie te encuentras que la policía es alguien cis hétero y todofóbico, pero en el próximo ese papel lo puede encarnar alguien de la propia comunidad, que siente la necesidad de ponerte la etiqueta aunque tú no te identifiques con ella porque no te pega, porque no te da la gana, o porque no estás lista para hacerlo.
No les miento cuando digo que hay días en que me funde esta manía de clasificar y meterlo todo en lugarcitos predeterminados e inamovibles que creo que se nos ha pegado del sistema cisheterosexual. Solo hay que ver cómo nos desquiciamos con los detalles de las vidas sexuales y la identidad de género de la gente famosa que ahora sale por montones del clóset, con un entusiasmo que a veces se vuelve presión para que la gente asuma y haga muy pública una identidad sexual / de género de bordes muy definidos y estáticos.
Ciertamente tenemos motivos de sobra para buscar representación afirmativa, comenzando por el modo en que se ha aplastado históricamente la diversidad sexual, pero incluso les simples mortales no nos libramos del ojo inquisidor de nuestra comunidad. Tenemos que atajarnos cuando se nos monta el espíritu clasificador.
Pero el lado aún más cheo de esto, por mucho, lo veo en que aún dentro de las sexualidades que están fuera de la norma – donde incluyo experiencias como las de esas amistades que les comentaba arriba– aparece la gente que ve muy cool que cruces la línea y pruebes los “placeres prohbidos”, pero a la que ya eso de dejar el “bajo perfil” y andar erizando las plumas les parece too much.
“¿Para qué tanta estridencia y activismo y etiquetas?”, se quejan, “si al final la tortilla va de sexo y la gente ha hecho lo mismo en todos los tiempos y espacios en que hemos existido”. Para rematar, concuerdan con el resto de la gente conservadora que se sienta cómodamente a repetir aquello de que la sociedad no está preparada para nuestros derechos, que tenemos que hablar bajito y pausado y esperar a que nos quieran tratar como ciudadanes.
Ustedes saben que yo soy una mujer comprensiva, y por eso no dejo de entender que esa postura viene del miedo con que nos han inducido a vivir, pero no podemos olvidar que también me sube la presión, porque una cosa es elegir no participar y otra muy distinta es desacreditar a les demás para que no resalten tú y tu sexualidad. Elles olvidan convenientemente que lo de (cis) “heterosexual” TAMBIÉN es una etiqueta, y que cuando se las colocan no les molesta.
Dicho lo dicho, por suerte también hay gente que cuestiona, defiende y rechaza las etiquetas desde la coherencia de haber luchado con los propios prejuicios, sin violentar a nadie; gente que se esfuerza en superar el miedo y le da a la lengua no solo en la intimidad, sino también en los espacios donde son visibles para defender nuestro derecho a existir y ser felices; gente creando y sosteniendo esos colectivos donde me ha hecho tanto bien encontrar afinidad con personas con experiencias como las mías, y haciendo su parte para que llegue el día en que las disidencias sexuales pierdan el estigma que aún cargan.
No corrijo a nadie que me inserte en el colectivo lésbico. Que me digan tortillera o lesbiana puede ser impreciso (después podemos hablar de la invisibilidad bi o pan) -y cada quien tiene la opción de decidir si se identifica o no-, pero no permito que sea una ofensa porque, al contrario, es un honor compartir espacio con mujeres valientes que han sabido poner el pecho y abrir caminos.
Aquella primera vez descubrí que tortilla hace cualquiera, pero con el tiempo entendí que requiere y tiene un valor añadido ser tortillera.
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