Ilustración por Irian Carballosa
Cuando te despiertas y ves a tu amor sentada frente a ti, con esos ojos inyectados en sangre y su teléfono en la mano, sabes que algo va muy mal. Y empeora cuando salta de la silla, engarfia las manos en tu pelo, te levanta como si fueras una muñeca y susurra “¿Para qué llamaste a mi casa?”
Cuando conocí a Lariza era la mujer más bonita del mundo y la más atrevida. Justo es decir que no la conocí: ella me asaltó. Hay mujeres que son así, te asaltan. Te persiguen por toda la calle 114 y cuando al fin te viras a preguntar qué quiere, qué hace, te sueltan así, como si nada “¿quieres ir a tomarte un café conmigo? ¿quieres irte a mi casa conmigo? ¿quieres acostarte conmigo?” Y caes, porque hay mujeres así, ante las que caer no es una opción sino un imperativo. Hasta que descubres…
Una va perdida detrás de tanta belleza y atrevimiento. Sin saber que la historia es más profunda.
–Si mi mamá está en la casa no digas nada, hablo yo.
No te parece tan extraño. Que una muchacha llegara a su casa en el año 2000 y te presentara como su novia o potencial amante no era lo habitual y ni lo esperabas. Así que andabas salvada de decepciones. Pero que te manden a callar de manera tan explícita sí que suena preocupante aunque prefieras no darle importancia.
–Lo que tú digas –gira, te premia con una sonrisa, y empiezas a descubrir que hay quienes premian al estilo mayestático de las princesas.
–Qué linda tú –dice y te arrastra escaleras arriba y vida abajo.
La única vez que le conté a un hombre sobre ella dije “mi primera novia” y a él le pareció rara esa forma de describirlo. La misma percepción que hacía a la familia de Lariza no entender que ella no era la princesa que querían. La misma incapacidad de Lariza para aceptar cuánto necesitaba el amor de otra mujer y lo muy hundida que estaba. Ya después de abierta esa ventana no pude callar y le conté a mi amante todo sobre Lariza, como si estuviera vaciando un armario que llevaba años cerrado acumulando polvo, pena y ansiedad.
Le conté sobre los entrenamientos agotadores, las pruebas y las pocas posibilidades reales de que una bailarina de Prodanza con más de dieciocho años llegara al Ballet Nacional de Cuba. Le conté sobre una niña solitaria en una familia donde casi todos eran hombres que la trataban como princesa perfecta y esclava de las expectativas gloriosas de todos, una jaula de oro. Le conté sobre una madre perfeccionista y controladora que revisaba cada rincón del cuerpo de su hija para detectar si había comido demasiado o demasiado poco, cuándo le venía la regla, qué ejercicios no estaba haciendo.
Y también le conté que yo era “mi amiga” para aquella familia, sobre los novios de mentirita a veces no tan de mentirita, sobre la miríada de cuartos de alquiler por toda la Habana donde Lariza dejaba de ser Odette y Odile, Gisselle y Carmen y era solo ella con toda la violencia y ternura de la que era capaz. Le conté sobre la ropa que aprendí a ajustar, los masajes que aprendí a hacer, las zapatillas que aprendí a raspar y machacar como se hace con la carne, para que se adaptaran a sus pasos. Sobre sus pies destruidos, de donde tenía que cortar uñas partidas y muertas, y como, aun así, destruidos y sin uñas, eran unos pies preciosos llenos de poder.
Al final le conté de las pastillas, de las botellas escondidas, de lo que usaba para salirse de su cuerpo mientras todo el mundo se preguntaba por qué si entrenaba tan duro, si su vida era tan perfecta, si era tan bella, hábil y flexible, si tenía las mejores zapatillas, si le pagaban los mejores instructores, no llegaba a nada, se quedaba a un pelo de pasar, de crecer.
Luego hablé de los gritos, de los golpes, de cómo los alquileres se volvieron refugios de siestas interminables en las que ella roncaba drogada o borracha y yo miraba impotente como se hundía sin remedio. Y llegué a la última noche, donde agarré el teléfono y llamé a su casa. El timbre sonó y nadie salía. Insistí varias veces en la noche.
En algún momento ella me había advertido que en realidad no le importaba tanto a su familia, más allá de la posibilidad de que se convirtiera en una bailarina de ballet clásico y tuvieran algo bonito que enseñar y de lo que enorgullecerse. Por eso no podían saber que singaba con mujeres, por eso no podía ni quería buscar ayuda para su enfermedad “y porque esto no me controla, es para relajarme, ya ves que tengo una vida dura”
Yo no podía creerlo, por eso llamé. Me aterraba la idea de que ese letargo sibilante fuera el último y no estuviera su familia para impedirlo. Pero nadie contestó. Al final me quedé dormida, arrullada por los ronquidos de Lariza. Me desperté con ella mirándome.
Tenía los ojos enrojecidos y apretaba las mandíbulas, furiosa. Se levantó, me agarró por el pelo, arrastrándome fuera de la cama como mismo en su momento me arrastró escaleras arriba y vida abajo. Yo pesaba más que ella, pero lo hizo sin apenas esfuerzo. Acercó su cara a la mía y sentí el aliento ácido y caliente cuando preguntó para qué llamaba a su casa.
–¿Y qué hiciste? –preguntó mi confesor improvisado.
–Me solté, corrí –respondo–, huí…
Entonces entiendo.
Hace años que no voy al ballet ni lo veo en televisión. Si en las redes aparece de casualidad algún video de ballet, lo detengo y salgo de la aplicación. Cuando hay sospecha de bailarinas en el ambiente de cualquier salida, declino con algún pretexto.
No quiero verlas, ver sus cuerpos flexibles, su facilidad de movimiento, su ligereza de libélulas en la brisa. Ni adivinar sus pies, poderosos y rotos dentro de los zapatos que cuidan la dignidad de no mostrar las uñas destrozadas, los monstruosos callos ni los dedos deformes. Ahora sé que no quiero recordarme a mí misma cómo a la vuelta de una esquina, hace veintiún años, dejé tirada a una de ellas porque tuve miedo y no sabía qué hacer para salvarla de sí misma… y a mí. No quiero verla ni por accidente.
Hoy me atrevo a comprar las entradas para la función navideña de Cascanueces. Mi amante me ha dejado en la puerta del teatro y me ha abrazado por un rato, sin decir nada, sabiendo que esto tengo que hacerlo sola. Se ha ido dejándome la tarea de adquirir los tickets para la noche.
Hoy no debo usar maquillaje que se pueda correr con el agua. Porque lo sé: viendo la obra al fin voy a llorar todo lo que me tengo debido antes de perdonarme. De perdonarme y decirme a mí misma que la gente que necesita ser salvada debe querer salvarse primero.
Precioso
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GENIAL
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Súper lindooooo!!!!!!!!
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