Ilustración por Alejandro Cañer
A mis 10 años yo no sabía nada del mundo, pero sí tenía una cosa clara: me gustaban las chicas. Varios episodios por aquella época me marcaron profundamente, pero recuerdo uno en particular que se quedó grabado en mi subconsciente y me ha acompañado toda la vida. De hecho, sanar esa herida emocional no fue tarea fácil durante mis primeros años de adolescencia y juventud.
Yo frecuentaba una vecinita de mi misma edad cuya familia era muy cercana a la mía. Jugábamos juntas, salíamos a pasear, muchas veces hacíamos piyamadas y jugábamos con nuestras barbies hasta altas horas de la madrugada. Una de esas noches ella comenzó un juego distinto con las muñecas. “Tú vas a ser el novio”, me dijo. Yo, curiosa por la nueva dinámica y para nada molesta con el rol asignado, cogí la Barbie de pelo corto que mi amiga me entregaba. Vinieron después una serie de parlamentos y citas cursis entre su muñeca, una rubia de pelo brillante casi por las rodillas, arreglada, con tacones, vestido largo de lentejuelas y escote, y la mía trigueña, con short, camisa y zapatos deportivos. Sin sospechar en mi inexperiencia cuán estereotipado era aquel juego, me dejé arrastrar a sus invitaciones a tomar el té, a cenar a restaurantes de lujo, o irnos de picnic a un parque natural rodeado de árboles frondosos con pájaros exóticos posados en las ramas. Una extensión, en definitiva, de su vida cotidiana, porque su familia gozaba de amplios privilegios económicos.
Pero lo extraño pasó cuando las Barbies comenzaron a besarse. A pesar de que supuestamente yo era varón y mi personaje usaba ropas “masculinas”, durante la dinámica parecíamos haberlo olvidado. La Barbie rubia le dijo a la trigueña, “te amo y quiero que seamos algo más”, y mi juguete le respondió con un apasionado beso. Pasamos a desvestir las muñecas una a la otra simulando una especie de acto sexual ingenuamente imaginado. Cuando me visita ese recuerdo no puedo dejar de preguntarme de dónde sacaríamos las referencias sobre algo que nos resultaba tan ajeno. De las telenovelas y películas que irremediablemente veíamos tomamos la cursilería y los matices de amor romántico que acompañaban el juego, pero a pesar de que esos audiovisuales siempre insinuaban ciertas cosas no recuerdo haber visto nada explícito hasta que no fui mayor de edad, y no creo que ella tuviera una experiencia muy diferente.
Con el paso del tiempo el juego de “los novios” se fue haciendo el protagonista de nuestras quedadas a dormir. Hasta que, no sé en qué momento preciso, pasamos de las muñecas a nosotras. Fue la primera persona que besé y toqué, y posiblemente yo lo fui también para ella. La experiencia para mí fue increíble, especial. Recuerdo que exploramos juntas deseos y ansiedades que nunca antes ningún otro juego había provocado. Al final todo terminaba en cosquillas y bromas. Desnudas sobre su cama, muertas de la risa, nos quedábamos dormidas. No podía caber más pureza e inocencia en aquel vínculo que unía a dos criaturas de 10 años.
Una de esas noches la madrastra de mi amiga abrió la puerta sin tocar. Ella no asumió la escena que se encontró como inocente y mucho menos pura. La memoria de los sentimientos y la intuición a veces es más fiel que la de los sentidos. Mientras escribo este relato, soy capaz de revivir la sensación de vidrio roto en pequeñas esquirlas cortantes que me abrazó el pecho. Mi amiga no reparó en la gravedad de lo sucedido, el instinto no le dio para intuir las consecuencias. Y me pregunto ahora por qué yo sí lo supe de inmediato. La madrastra cerró la puerta sigilosamente y no dijo nada.
A los pocos días del incidente yo regresaba de la escuela sin sospechar el drama que me esperaba en casa. Mi mamá, lívida, y su novia con el rostro atravesado por el gesto de la seriedad como un tajo (sí, me criaba una pareja de lesbianas y yo ni lo sospechaba, pero esto es tema para otro texto) me dijeron que soltara la mochila y viniera inmediatamente, que tenían algo muy importante que decirme. Recuerdo que mi mamá salió de la habitación y me dejó a solas con su compañera. Ya en ese momento yo sabía perfectamente de qué iba a tratarse aquella “conversación”. Mis manos heladas no paraban de frotarse, y la respiración asmática se me había vuelto incontrolable.
Ella empezó diciendo que en primer lugar nunca más iba a volver a jugar con mi vecina, que yo había hecho algo muy sucio y que aquel juego era una “cochinada”. Y entonces vino esa frase que se me clavó como un hierro caliente en el estómago: “las mujeres no hacen el amor, porque para hacer el amor hace falta una pinga y un bollo.” Recuerdo que me fui a llorar a mi habitación. Agarré mis Barbies y comencé a destrozarlas de impotencia y dolor. Las dejé calvas y con los brazos y las piernas mutiladas. No salí en toda la tarde de la cama, salvo para comer, a lo que mi madre tuvo que obligarme.
Al día siguiente cuando volví de la escuela me encontré a mis muñecas esperando sobre la mesa. Se notaba que las habían querido reparar, pero el daño excedía cualquier arreglo posible. El horror ya estaba hecho y era profundo y oscuro. Insondable. Me dolió ver a mis muñecas en ese estado, pero hubo algo que me indignó y sacó de mi interior una ferocidad hasta entonces insospechada: que hubieran intentado reconstruirlas. Con esa bestia tuve que lidiar en el transcurso de mi vida, y aprender a domesticarla, controlarla, sentarle un ángel sobre la espalda de vez en cuando. Pero aquel día me transformé, agarré los juguetes y los terminé de destruir. Mi madre y su pareja trataban de quitármelos mientras me regañaban a voces de “¡Las cosas se cuidan!” Las tiré a la basura y les grité: “¡Las cosas son para romperse!”
Muchas enseñanzas pude obtener con el paso de los años a partir de aquella historia. Sobre todo que, definitivamente, para hacer el amor no necesariamente “hacen falta una pinga y un bollo” y que las mujeres, oh bendición, sí hacen el amor y de qué manera. Desde entonces cuido las cosas que tengo sobre todo cuando son regalos que contienen algún valor sentimental, y porque me cuesta trabajo y esfuerzo obtenerlas. Pero no lloro por nada, no padezco si algo alcanzó su vida útil, si en un descuido mi esposa o yo tumbamos algo y se quiebra. Los costurones del alma, cuando alguien tira fuerte y los descose son mucho más difíciles de resarcir.
Me encantó leer tu experiencia!
Yo ciertamente tuve una infancia maravillosa, llena de amor y comprensión de parte de mi familia. No puedo hablar de experiencias homofobas o machistas en exceso por parte de mi familia, al contrario. Muchas veces me han dicho que con qué bases yo hablo en contra de estas actitudes si nunca las sufrí, y eso me parece estupido. Creo que todos merecen vivir sin esos puños, todos merecen vivir una infancia en el respeto, la confianza y el apoyo.
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Muchísimas gracias, Walter. Me alegra que te haya tocado tan profundamente el texto y que te sientas identificado. Te abrazo fuerte ♥️
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Me ha gustado mucho, creo q muchas si nos sentimos identificadas así, me paso algo parecido casi a la misma edad, ha sido un buen reflejo de la realidad de muchas mujeres desde pequeñas 😊
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Qué hermoso recibir tus palabras, gracias miles. Un abrazo 🤗
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Me gusto mucho leer”Las cosas son para romperse” gracias Annery por la sinceridad
Yo no tuve tu experiencia , he tenido otras y quizás un dia me anime a contarlas.
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Y yo quiero leerte cuando las cuentes! Anímate, siempre es sanador cuando compartimos lo que nos pesa por dentro
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