Ilustración por Haydee Fornaris Chavez
Estefania está en el aula, se sienta cada día en la fila del medio y pegada a la pared, como prefiere. No fue cosa del azar, ella lo pensó bastante, entraría de primera y escogería el lugar perfecto para quien necesita ser menos visible. Nadie se sentaría allí ni se lo guardaría a otra persona, porque ella sería constante, hasta que a fuerza de repetición supieran que era suyo.
Ahora que lo saben ella cuida esa pequeña victoria, sobre todo porque en la mesa rayó su nombre, bien profundo, con florituras: ESTEFANIA. Le gusta mirarlo a cada rato, pero cuando el profesor entra a su clase esto se vuelve una compulsión, especialmente durante esos primeros minutos donde nadie le pregunta su nombre. En la clase se comienza con el pase de lista.
Ella ha llegado a odiar las listas. En el mural de la entrada siempre hay más de una con las notas de los exámenes y preguntas escritas, con los nombres de quienes integran la comisión de deporte u organizan el festival de cultura.
Hoy el profesor no levanta la vista mientras se acomoda en su asiento y organiza la suya. Cuando menciona el primer nombre se apagan las voces y se desata el sudor en la nuca de ella, caliente, conocido.
Estefania piensa en cómo la universidad está llena de nombres. Ella misma escribe uno en cada examen, en la lista del pago de la MTT, en el recibo del estipendio mensual de estudiante o en el registro de los libros que saca de la biblioteca.
“¡Si me escucharan!”, arremete contra el mundo mientras presiona nerviosamente sus dedos contra los bordes de las letras talladas en la mesa y su mirada perfora en un ruego al profesor: “Llámame por mi nombre, hazlo como te pedí, por favor”.
Ella no aparece en la lista aunque nadie lo entiende, así que cuando él dice “Julio Antonio”, como si castigara, Estefania levanta la mano y murmura: “aquí”.
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