Por Sonia Rivera-Valdés*
Ilustración por Anabel Alonso Suárez
¿Qué sabor tendrán los besos? ¿Qué territorios descubrirán las caricias? ¿Qué horizontes quedarán al descubierto a la hora del amor?
Si no me hubieran encarcelado pronto me quedo sin pelo. En los meses previos a mi detención, fija la imagen ante mí aún antes de abrir los ojos, amanecía buscando el mechón que durante la noche había dejado sobre la almohada, con frecuencia suficiente para asolarme la idea de una inmediata calvicie.
Vinieron de día, pero yo los esperaba de noche, por eso me acurrucaba a mi madre en la cama, buscando un calor que rehusé con insistencia pertinaz desde pequeña, huyendo de su excesiva protección. Acurrucada, sin atreverme a pedirlo, rogaba dentro de mí que me acariciara. Ella, cuyas caricias rechacé por desmedidas, cuyas quejas y lamentos atormentaron mi infancia. Hubiera suplicado, de no haber sido aún más fuerte que el miedo la vergüenza de mostrar un sentimiento que hasta aquel momento, en que ya tenía veinticinco años dije y pensé no albergar, que me arrullara entre sus senos tibios, que me llamara su pichona, sí, que me nombrara con aquella ridícula expresión que tantas veces le dije no usar para llamarme y que invariablemente salía de sus labios al encontrarnos en la casa, tras cada regreso del hospital donde había estado, cuando sus quejas y lamentos hacían temer a mi padre un intento de suicidio. O tal vez ni era eso, tal vez era él quién sentía resquebrajarse su resistencia para soportar la enfermedad de ella, y yo agradecía la decisión paterna, el silencio, la paz temporal del hogar. De pequeña sin saber que lo agradecía, más tarde sabiéndolo, aunque el sentimiento me hiciera sentir culpable.
Los nervios, son los nervios, decía el médico a quien acudí por la caída del pelo. El miedo, me decía yo, y al dejar la consulta regresaba a casa pensando, y asistía a clases pensando, y comía pensando, y lo poco que dormía lo dormía pensando que mi única alternativa era aprender a sobrellevar el miedo. No dejaría de repartir volantes en la universidad, no dejaría de entregar la literatura clandestina que me asignaba el sindicato, no dejaría de redactar las llamadas a huelgas y piquetes. No dejaría, podía dejar. Más miedo que la certeza de que vendrían a buscarme sentía al pensar en dejar de hacer lo que consideraba mi deber revolucionario. Ellos podrían matarme, pero en aquel momento de los miedos, estaba viva. Con un susto de muerte, pero viva. Claudicar, dejar de hacer lo que consideraba mi deber, sería la muerte inmediata, el no poder mirar mi cara jamás en un espejo, era dejar de ser en el mismo instante de la traición, no importaba cuantos años más estuviera mi cuerpo caminando las calles y hasta mi boca sonriendo. Yo ya no sería y ahora, muerta del miedo y casi pelona, yo era.
Vinieron a buscarme de día, una mañana cuando aun me estremecía del susto del despertar buscando el mechón de pelo sobre la almohada. Era verano, dispuesta a salir para la universidad, llevaba un vestido de mangas cortas y unas sandalias de tacón ancho de pulgada y media. Sobre aquella pulgada y media de tacón pasé siente años. Con aquellas sandalias entré y salí de la cárcel.
Aparte de la muerte, el miedo mayor en mis terrores nocturnos y diurnos, previos a la presencia de los militares en la puerta de mi casa, era la falta de libertad para caminar las calles con aceras sembradas de naranjos de la capital provinciana en que crecí, y el calor que sentiría encerrada en una pequeña celda sin o con una diminuta ventana enrejada. No soporto el calor.
Resistí. Golpes, vejaciones verbales y físicas, semanas encerrada en una celda solitaria, donde me entregaban un colchón por la noche y se lo llevaban a las seis de la mañana, donde pasaba el día tendida sobre una plancha de hierro, tratando de no perder la noción de los días, para darme cuenta después de que era imposible calcular las salidas y puestas de sol, que era incapaz de decir el mes, el día, o la hora en que estaba.
El afán por despertar viva cada mañana me hizo olvidar mi necesidad de caminar las calles y la mayor parte del tiempo sentía un frío independiente del clima. Un frío interno que no cesaba y que aumentaba ante la presencia de la celadora, sobre todo en los primeros meses de prisión y con el recuerdo de los lamentos y las exigencias de mi madre. Entonces me decía que yo estaba presa, encerrada en una cárcel y que hasta allí ella no podía seguirme.
Era un frío que menguaba durante las conversaciones con las otras mujeres de la celda y durante los círculos de estudio clandestinos que sosteníamos. Un frío que casi desaparecía cuando lográbamos darnos un trago, en los días de fiesta, del licor que preparábamos con la compota de manzana traída por nuestros familiares en las visitas en las que les permitían entregarnos alguna golosina mezclada con las medicinas que solicitábamos y el algodón para la menstruación. El olor y sabor de la manzana burdamente fermentada era asqueroso, pero después de ingerirlo haciendo muecas y sin respirar, la sensación de ligereza que nos daba en la cabeza y a risa que lográbamos sacar de los cuentos de nuestro infortunio, eran formidables.
Siempre fui presumida, todavía lo soy, es una cualidad que recuperé tan pronto estuve en libertad de nuevo. Al caer prisionera me dieron un uniforme azul de pantalones de grueso e implanchable algodón, con elástico en la cintura y camisa azul con cuello de V y mangas largas. El mismo modelo y color para invierno y verano, en los meses frío de franela. El cuidado cabello corto con el que entré fue creciendo sin forma hasta alcanzar el largo apropiado para atármelo detrás de la cabeza con una cinta elástica. El maquillaje no existía y solo nos coloreábamos labios y mejillas, acudiendo a nuestra inventiva, para recibir visitas. A duras penas lográbamos mantener los dientes limpios y un mínimo aseo personal. Para mi propia sorpresa, estando en solitaria una vez caí en la cuenta del alivio y la sensación de libertad interna que me daba el carecer de la posibilidad de maquillarme. No teníamos espejo, luego la única imagen que percibíamos de nuestras caras, era el reflejo que veíamos en los ojos de las otras. Cuatro en una celda diminuta que (in)satisfacía nuestras más perentorias necesidades. Allí dormíamos, defecábamos, cuando teníamos algo especial que cocinar lo cocinábamos en una pequeña hornilla, colocada en un rincón junto al hoyo de la letrina.
Tan pronto caí presa dejó de caérseme el pelo. Al cabo de un tiempo, tendida boca arriba en mi cama de hierro, un mediodía después de haber devorado el caldo que nos daban de almuerzo y de haber tenido una larga reflexión filosófica dirigida por Damiana, como siempre, sobre en qué consistía el ser verdaderamente revolucionario, decidimos tomarnos una siesta. Todo había sido con calma, la ingestión del mantecoso caldo, la conversación de sobre mesa, la siesta sin tiempo límite que nos estábamos tomando. Podíamos dormir veinte minutos, treinta, una hora. Qué más daba. Y me di cuenta de que entre tantas pérdidas y limitaciones, tenía algo de lo que carecía antes de entrar allí, siempre enfrascada en proyecto y luchando por alcanzar ciertas metas. Tenía tiempo. Tiempo. No sé si ese es nombre preciso para aquellas mañana tras mañana de días ajenas al calendario, días cuya únicas marcas eran nuestras charlas, días que fueron creando una intimidad desconocida antes, que no había tenido con nadie, ni familiares, ni novios, ni amigas, en parte porque nunca hubo tiempo para construirla.
Esta de ahora era una situación límite en la que nada dejábamos de decirnos unas a las otras, porque ese tiempo absoluto de que disfrutábamos podía ser el último, podíamos no estar vivas la próxima mañana, y de esto se nos había desarrollado una conciencia en carne viva. No todas las charlas era placenteras, discutíamos nuestros puntos débiles, las flaquezas, los fracasos en amores, llorábamos a maridos muertos mientras eran torturados, pero al oscurecer estábamos sentadas en el piso fundidas en un abrazo. Eso teníamos siempre, los abrazos.
De las cuatro, Damiana era la más sabia, la del consejo preciso y la crítica certera ante defectos que no siempre queríamos reconocer, que dolía aceptar. Nos admiraba su capacidad para sostener y sostenernos la esperanza, su certeza de que se reuniría con el marido exiliado. No siempre estábamos las cuatro en la celda, frecuentemente una, a veces dos, tres, a veces las cuatro, estábamos en solitario. Hubo ocasiones en que la celda quedó deshabitada durante semanas. Entre María Clara y yo había una comunión especial y cuando nos tocaba estar solas, nuestras conversaciones eran aún más íntimas. Sentadas en la cama de hierro, nos contábamos las historias que considerábamos demasiado pequeñas para ser compartidas con las otras, chistes, tonterías a veces, que tenían el solo propósito de escuchar el sonido de la voz en aquel espacio de desolación. Y jugábamos a soñar y enumerábamos listas de deseos que cumpliríamos cuando estuviéramos en libertad. Soñábamos con sentir el amor de nuevo, con la piel de un hombre junto a la nuestra y nos abrazábamos y nos acariciábamos, ¿y dónde está el límite entre la caricia lícita y la prohibida? En aquel espacio de contornos desfigurados y sin tiempo, era difícil precisarlo. ¿Cuál es la diferencia entre acariciar un brazo y deslizar la mano hacia esa parte en que el pecho es más suave y abultado? ¿Y cómo evitar la dureza del pezón ante el roce y el frío como de menta que te recorre el vientre? Así pasó, y después de la primera vez, al mirar a María Clara, el reflejo de mí que vi en sus ojos era diferente, más nítido, y me gustó mi rostro sin maquillaje y los labios besados que divisaba en sus pupilas. Y nos amamos con una intensidad que sólo me explico por las circunstancias. Sabíamos que la consigna entre las presas políticas era mantener una moral intachable, y uno de los peores actos de inmoralidad era el amor entre dos mujeres. Pero éramos felices, así, felices, en aquella despreocupación obligatoria de todo lo que no fuera nosotras. Sin embargo, callamos ante Damiana y Julia. Disimulamos nuestra relación.
La acusaron una mañana, durante la breve salida diaria al patio. Un grupo de compañeras del Partido, encarceladas dos pisos arriba del nuestro se acercó para notificar a Damiana que una de las mujeres de aquel piso había confesado tener una relación amorosa con ella. ¿Qué podía decir al respecto? Damiana las miró a los ojos. Es cierto, respondió. No podía serlo, pensamos las demás. Verdad que en los últimos tiempos Damiana había estado menos habladora, más reservada, como un aire de preocupación tenía. Cuando tratábamos de indagar nos respondía bajito, con aquel sentido del humor y sabiduría que la caracterizaba, con una canción: “¿quién le dijo que yo era siempre risa nunca llanto, como si fuera la primavera? No soy tanto”.
Feo el episodio. Sufrió el repudio de mujeres que eran sus hermanas, a quienes había defendido hasta parar en solitaria y sufrir situaciones que aún hoy me cuesta trabajo contar. La repudiaron. La otra fue perdonada por haber confesado. Más débil, menos segura de sí misma y de sus convicciones, de en qué consistía ser revolucionaria, no resistió la presión del grupo cuando sospecharon sus amores. No volvieron a verse, nos contó Damiana, y ella siguió queriéndolas a todas. No entienden, dijo, tal vez algún día la vida las haga cambiar.
Aquel proceso de espanto, porque esto produjo un revuelo de meses, me condujo a un examen de conciencia, a sentirme sucia, la peor de todas. Si a Damiana la habían tratado de aquella forma por unos amores que María Clara y yo nunca nos explicamos dónde se consumaban, ¿Qué oportunidad tuvieron de estar a solas? Se veían en el comedor, en el patio y después regresaban a sus respectivas celdas. No entendimos nunca y ahí sí la discreción de Damiana fue completa. ¿Qué pasaría de saberse lo nuestro? Tenían razón las otras, además. Actos irresponsables como estos eran los causantes de acusaciones de inmoralidad al movimiento. Dejé de dormir, dejé de acariciar a María Clara. Ni cuando estábamos solas. Evitaba sentarme demasiado junto a ella. Y confesé. Yo. Y hasta pensé que estaba salvándonos a las dos, que ella me lo agradecería al pasar el tiempo, por más que doliera ahora, que mi confesión nos purificaría a ambas, que el sacrificio de lo que yo consideraba nuestro amor culpable, nos haría dignas de participar en la construcción de ese mundo nuevo por el que ambas luchábamos. Y la juzgaron a ella y mi posición política fue rebajada, a pesar de haber confesado.
Continuó preparando mate por las mañanas, cuando lo teníamos, y pasándomelo para que yo bebiéramos, cuando quedábamos sentada una al lado de la otra, pero no me habló más, ni me permitió ver de nuevo mi cara en sus ojos. Salí de la cárcel unos meses después y supe que ella había quedado en libertad un año más tarde. No volvía a verla.
Han pasado casi 20 años. Rehice mi vida, con mucho trabajo, pero lo logré. Me casé, los hijos son ya adolescentes y nunca he vuelto a sentirme atraída por una mujer. Fue una situación circunstancial, estoy convencida. Es más, no recordé el episodio hasta hace poco en que Sara, una amiga reciente, me dijo que era lesbiana y que estaba enamorada de fresco, como decía mi madre. Quiso que yo conociera a la muchacha y nos hemos reunido varias veces las tres para ir al cine o a desayunar porque vivimos cerca. Así fue cómo nos conocimos Sara y yo, caminando por el barrio. Me gusta verlas juntas, hacen una bonita pareja. Una cambia con los años y la inmigración. Por largo tiempo después de estar libre no concebía tener una amiga lesbiana. No es que me parezca mal lo que hacen los demás, cada cual tiene sus razones para vivir como vive, pero no sentía nada en común con la gente gay. Sin embargo, ahora me encanta estar con Sara y su amiga. Hasta un sueño tuve antenoche con ellas. Yo, que nunca recuerdo los sueños, me acuerdo de éste como si lo hubiera vivido. Estaban juntas y yo sentada junto a ellas, muy cerca las tres, conversando y tomando café. Me sentía tan bien, llena de un amor grande, difícil de describir porque no era el amor que siento en la vida real. Es imposible describirlo. De momento Sara me miró y vi mi cara reflejada en sus ojos, mi cara sin maquillaje, con el pelo largo y peinado hacia atrás. Y era una felicidad que yo no me explico. Fue soñar con el amor, no el amor a alguien, sino el amor. Tan pocas veces he sentido esa sensación de plenitud, de que el momento es perfecto, de que nada hace falta, que se me había olvidado que era capaz de sentirlo. Es difícil de explicar. Era… era como en la cárcel.
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* Sonia Rivera Valdés (La Habana, 1937) Escritora y crítica literaria. Autora de “Las historias prohibidas de Marta Veneranda” y recientemente “Cuéntame una historia”. En todos sus libros se interna en el universo de las mujeres, su sexualidad y la manera en que configuran su identidad. Actualmente vive entre La Habana y New York.
Este cuento, publicado en el libro “Historias de mujeres grandes y chiquitas”, de la Editorial Campana en 2003, se reproduce con la autorización de su autora.
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