¿Vale la pena ver películas tristes de lesbianas que me hacen llorar?

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Acabo de ver la película Ammonite y una amiga me pregunta si me gustó. “Lloré mucho”, pienso… Pero estos días eso no es indicador de nada porque lloro por todo: por el noticiero, por la novela, por una foto en Instagram. “No sé”, prefiero responderle, aunque casi quiero decirle que no me gustó porque desde que la vi tengo una sensación dolorosa en el cuerpo.

La verdad es que no paro de pensar en la película. Trato de entender por qué mi cabeza sigue regresando a esa playa gris, a esa casa pequeñita, a ese pueblo de mar enterrado como sus fósiles en un rincón de Inglaterra. Creo que sobre todo sigo regresando a los ojos y a la boca de Mary Annings, a su recelo, pero también a su sonrisa cada vez que es feliz.

Cuando terminé de verla pensé que las películas que muestran historias tristes de mujeres que se aman en épocas que condenan ese afecto me agotan mucho emocionalmente. Duele demasiado conectar con una historia de amor y hasta desearla, si al final una va a terminar desgarrada por la homofobia y la separación.

Para quienes no la han visto, la película narra la historia entre Mary Annings y Charlotte Murchinson. La primera es una paleontóloga, relegada en un mundo de hombres, que vende fósiles a los turistas para sobrevivir en una pequeña tienda donde vive con su madre. Charlotte es una joven de paso por el pueblo con su marido, quien decide contratar a Annings para que la cuide mientras él sigue viaje.

Charlotte se mantiene distante, Mary es dura y desconfiada. Charlotte que se enferma, Mary que la cuida. La ternura de Mary frente a la fragilidad de Charlotte. Esa cercanía entre dos mujeres que están muy solas. La convivencia tranquila, que se siente tan natural. La suavidad con la que se construye poco a poco un hogar. Esa idea insistente de que una cabe perfectamente en los brazos de la otra. El deseo. La certeza de que hasta ahora no se vivía, solo se existía. El amor.

Es un esquema que hemos visto millones de veces en el cine, pero cómo no verlo si esa es la vida misma. Yo, que a veces soy tan cínica frente al amor, me dejé llevar porque en muchos aspectos la historia de ellas dos también es la mía, tal vez no con una mujer en particular, sino con todas las que han llegado a mi corazón a lo largo de estos años. Quizás les pase igual cuando la vean.

Lo cierto es que esa playa en la que no he parado de pensar en todo el día y donde Charlotte y Mary pasan sus mejores momentos, es más que una playa para mí. Es la intimidad, el espacio donde nadie nos ve, donde compartimos lo más real de nosotras, donde nos entregamos y recibimos: donde somos verdaderamente felices. Un lugar que anhelo y que la película retrata de la manera más hermosa.

Fotos tomadas de Internet

Pero Ammonite no se inspira en mis deseos sino en una circunstancia, una circunstancia que termina devorándolo todo y haciendo que una reviva dolores que ya ni recordaba. A veces digo que no quiero ver más filmes como ese, que basta ya de tanto sufrir, que quiero ver finales felices. Me sucedió igual con El secreto de las abejas y antes de eso Insumisas, en ambas ocasiones pensé “¿por qué me sigo haciendo esto?”.

Luego, cuando se me pasa la tristeza me doy cuenta de varias cosas. La primera, es que faltaba una película de lesbianas con Kate Winslet, tenía que decirse. Lo segundo es que en la vida real las historias tristes no son la excepción y, de hecho, –y esta es mi tercera reflexión– eso que nos parece una película “de época” no retrata un drama tan viejo, ni siquiera superado. Quizás en Londres sí –que lo dudo–, pero en muchísimos lugares del mundo la lesbofobia sigue siendo el día a día de las mujeres que aman a otras mujeres. En Cuba también.

La historia no está tan lejos. La historia ni siquiera es pasado. Precisamente por eso no podemos olvidar y valdrá la pena seguir viendo películas tristes de lesbianas que me hacen llorar porque Ammonite es una sacudida para que valore lo que nos ha costado llegar hasta aquí y recuerde lo que nos falta por lograr todavía.

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