Yo también quiero ser libre y no valiente

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No recuerdo cuándo fue la primera vez que mentí sobre mi sexualidad para evitar ser víctima del acoso callejero, pero esa herramienta se quedó impregnada en mi día a día, porque la sola idea de volverme una ilusión morbosa para un acosador me remueve el estómago. Esa noche se me olvidó hacerlo.

Todo transcurría normal, decidí romper con la rutina y encontrarme con una amiga en un café. A eso de las 7 y media de la noche decidimos regresar a casa, ella cogió una guagua y yo esperaba un taxi. Recuerdo que la noche era lluviosa, y yo miope y sin espejuelos no veía los carteles de los taxis ruteros. Finalmente se detuvo un auto verde con una toalla en forma de bandera del Barcelona cubriendo la pizarra, no sé si por orgullo culé o para cubrir lo destartalado que seguro estaba el moskovich. “¿Coppelia?”, pregunto. “Sí, Coppelia”. Qué agradable olor con su ambientador de pino.

Me monto con total confianza y al minuto y medio empieza el interrogatorio, que más tarde entendería es un modus operandi de todos y cada uno de los taxistas acosadores: “¿Y tu novio te deja salir sola a esta hora? ¿Tú pediste permiso? ¿Te dan autorizo para salir?” Sin ganas de discutir respondo que mi novia no tiene que darme permiso porque no es mi dueña, pero que de todas formas está informada de dónde estoy y de que voy camino a casa. Él, entonces, sale con la frase que he escuchado más veces en mi vida: “¿Y tú tan linda eres eso?”

A esa hora le expliqué al señor que no se dice “eso”, que soy LESBIANA. Ahí llegó el momento, la cumbre del irrespeto: “eso que tú tienes es que nunca nadie te la ha dado como va, si yo te cojo…”. Interrumpí su frase porque no tenía interés en saber qué me haría y le pedí que detuviera el taxi. Me pidió que no me enojara, le insistí en que me dejara bajar o abría la puerta y me tiraba, apretó con ahínco el acelerador. Temí por mi vida, por mi futuro, por la vida de mi papá si se enteraba de que me había pasado algo, temía por mi integridad y pensé a esa hora en dónde debía patear para salir de aquel moskovich verde que en vez de darme esperanzas de llegar me dio miedo de morir. Se acercaba Coppelia y yo seguía ignorando a aquel señor para al menos garantizar bajarme de aquel carro verde destartalado.

Al llegar el ansiado final del viaje, estiró su brazo y rozó mi pierna, ya aquello fue mucho para mí. Comencé a gritarle y recordé que la puerta no se podía tirar porque el cristal estaba flojo. El fuego subió hasta la cabeza y dejé de pensar, me volví un ser llevado por la rabia, intentaba tirar la puerta del carro y romperle aquella ventana, le gritaba todo lo que me pasaba por la cabeza y sólo pensaba en vengarme de aquel tipejo mientras él me acusaba de loca y amenazaba con quitarme “aquello” con par de golpes. Cuando el semáforo se puso en verde aceleró con la puerta abierta y huyó. El cristal no se rompió, me dolió mucho ser tan cegata y no poder ver la placa de su auto.

Faltaba otro carro para llegar a casa, esta vez un jovencito me adelantó en otro taxi y me incitó a denunciar a aquel loco mientras las manos y las piernas me temblaban, decía que él mismo me acompañaba a la estación, pero sin número de placa era tiempo perdido. Yo sólo pensaba en el momento en que la vida me pusiera ese tipejo de nuevo delante y pudiese romperle el cristal.

En ese momento creí que me había pasado algo inaudito, mi mayor asombro fue darme cuenta de que yo era parte de una estadística mayor pues la mayoría de mis amigas lesbianas han sido acosadas sexualmente por un taxista, y casi todas mienten sobre su sexualidad y se inventan un esposo para que las dejen en paz.

Las historias que escuché eran horrendas: taxistas que nunca las dejaron bajarse, que las condujeron hasta lugares alejados y allí se defendieron como pudieron de aquellos depredadores, taxistas que les tocaban la pierna y les cerraban las ventanas y puertas con seguro con un simple botón en autos un poco más modernos, taxistas que insistían en sacarlas a salir y las llevaban hasta a restaurantes cuando ellas sólo querían llegar a casa. No comprendía la dimensión de lo que pasa cada día.

Vivimos en una sociedad culturizada en el acoso y ser lesbiana implica un morbo mayor ante los acosadores, porque al parecer dos mujeres juntas les resulta más atractivo. Sufrimos de acoso no sólo por ser mujeres sino también por ser lesbianas, desde proposiciones de cuartetos, hasta tríos y voyerismo.

Por esa razón he tenido que desarrollar miles de estrategias para huir del acoso: del laboral, que una vez denunciado fue solapado por una jefa que consideró que “me victimizaba”, del callejero que no me deja llegar tranquila a ningún lado, del de la cuadra que te mira por la ventana cuando abres la puerta y quién sabe qué hará detrás de esas paredes, y de muchas otras expresiones del mismo problema.

Cruzamos de acera si hay un grupo de hombres juntos, cogemos otra calle si está muy oscura o se ve un hombre a lo lejos, huimos de “situaciones de riesgo”, y a veces nos ponemos la falda más larga cuando en realidad nos gusta más la corta. Nunca me he sentido a salvo, nunca me sentiré a salvo, no caminaré tranquila en calles desoladas, no siempre luciré la ropa que me gusta o andaré como me dé la gana dentro de mi propia casa.

La noche de esta historia recordé a Lucila Yaconis y el banco rojo a su nombre, y es que yo también de regreso a casa quiero ser libre y no valiente.

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