Ilustración por Alejandro Cañer
En el principio era el logos, la palabra creadora de toda realidad, la necesidad de expresión como signo inherente de la vida. Mi logos fue un llanto, el grito más sincero que he dado jamás. Como todos, lo primero que hice cuando vi la luz, fue quejarme. Desde entonces, la queja ha sido una penitencia que se ha transfigurado en virtud. La queja, es una forma de expresión, un velero que le deja estela al mar, un piar arrullando a la par del silencio. La queja es también un gemido.
Para mí gemir es señal de que algo es sacado de su estado natural y es elevado al placer. Este se experimenta de tan disimiles maneras que enumerarlas es tarea de toda una vida. Para gemir es esencial tomar aire, apretar el diafragma y dejarse llevar. Para gemir hace falta presencia del ser, para gemir de verdad quiero decir. Digo esto porque nunca he gemido de verdad. Nací en un barrio que siempre se caracterizó por el silencio nocturno, donde pestañar era de un estruendo ensordecedor. En las más altas horas del cuerpo, donde los vapores salían zalameros por los poros y uno no sabía dónde poner la cabeza del arrebato del sexo y el exceso, siempre tapaba las bocas que se atrevieron a entonar por encima de ciertos decibeles. Yo fui la primera víctima. Todo surgió en la adolescencia cuando en más de tres ocasiones me dijeron, con voz puerilmente seductora, que les encantaba mi voz.

Esto solo podía significar una cosa para un muchacho de tan corta edad: que es tres veces cierto, al menos para tres personas distintas. Por tanto, aquella voz con la que contestaba el teléfono, con apenas doce o trece años, se convirtió en una voz protocolar, una voz usada por ese lado que buscaba repellar mi autoestima a mi ser, una voz varonil, sí, varonil.
En mis primeras clases de canto aprendí (o quién sabe, tal vez mal aprendí) que cantar es mucho pensar. Pero pensando mucho fue que me olvidé de mí y comencé
a imitar. Sin previa contemplación de mis capacidades vocales, me ubicaron en una fila de tenores que daban el Sol 3 sin el mayor de los esfuerzos. Mi oído enseguida tomó ese exceso de opera varonil a la que le faltaba desfragmentar la singularidad de lo masculino en la historia del arte a través de la voz. Canté Realidad y fantasía de César Portillo de la Luz como si fuese un señor de cuarenta años y fui rechazado como un imberbe de doce. Aquel niño de quince años forzaba la voz porque todos me pedían que cantara como un hombre.
Entonces comencé a escuchar a Aerosmith, Maroon 5, James Brown, James Blunt, Guns and Roses y Queen, quemé mis días con canciones de Michael Jackson y Aretha Franklin. Escuchaba fascinado el góspel como una música hecha de sensaciones. Yo quería reencarnar en evangelista. Yo quería ponerme una sotana morada y cantar las notas más altas para que Dios me escuchara. Me alineé por completo. Trabajé un centenar de vocalizaciones para ampliar mi tesitura. Quería dar aquellas notas agudas. Pasé muchos años creyendo que en eso consistía el buen cantar. Desgarré mi voz y dominé el falsete. Salvo las últimas notas del piano, llegué a dominar un buen registro entre la voz de un parafraseador de Jonnhy Cash y un integrante extraviado de Kiss.

Pero todo este viaje de punta a punta, a los ojos de hoy, no es más que el ajuste inducido de un sistema-pensamiento binario que ha puesto al hombre y a la mujer uno al extremo del otro, sin reconocer lo que hay más allá o más acá de eso. La voz del hombre y la voz de la mujer se dan por hecho, se han vuelto un concepto cabal. “Que voz de hombre tienes” o “Yo pensé que era una mujer la que estaba cantando” evidencian esta dicotomía donde sólo entran en juego dos elementos: hombre y mujer. De acuerdo con esta paridad establecida, nos topamos entre las riquezas del lenguaje con las interjecciones “¡Ah!” y “¡Oh!” expresando un sentimiento vivo. ¡Vivo! Así tenemos “¡Ah!” como muestra de asombro, comprensión, sorpresa o placer y “¡Oh!” como expresión de asombro y admiración. Sin embargo, conjugado al gemido, sabemos que ambas aluden al placer. Entonces lo convencional nos dice que la mujer gime con la A y el hombre gime con la O y que en caso contrario habría una masculinización y una feminización de la sexualidad. Excentricidades, digamos. Es cuando volvemos a los profesores de Academias de canto, a las Úrsulas, a los funcionarios que te dicen cómo debemos gemir para que tengamos un puesto de trabajo decente, para que seamos aceptados socialmente, para que no nos miren raro, para que no nos marginen y nos simplifiquen, para que no tengamos una voz platinada para la radio, para que aprendamos a hablar con las fieras, para que aprendamos su lenguaje de intolerancia e ignorancia. Y yo, que dominé todo el espectro tonal y gimo en graves y en agudas, con la O y con la A, obviamente no soy bienvenido en el coro heteronormativo y su canto gregoriano.
Finalmente dejé el canto. No confiaba con que pudiera seguir cantando pasado los treinta. Había que estar en mi cuerpo para saber qué sensaciones recorrían mi garganta todo el tiempo; como si un tráfico eterno hiciera un sendero en todas mis cuerdas vocales. Tengo una ciudad atravesada en ellas con tal ruido que a veces se escucha por la boca. La garganta está regida por el quinto chackra y la glándula que le corresponde es la tiroides, una mariposa que gestiona nuestra voluntad y nuestra disposición de vivir la vida que deseamos, acorde a nuestras necesidades. Por ello, sea por llorar o por mal hablar, sea por cantar o por gritar, sea por quejarnos o por gemir, desanudemos la garganta hacia el viento y hagamos el sonido, sin miedos, sin tabúes, sin remordimientos, sin pecados y sin género. Comencemos a gemir con sinceridad.
Deja una respuesta