Ilustración por Irian Carballosa
No me acuerdo quién me dijo que en La Habana había una sex shop virtual, pero en cuanto me enteré fui que me mataba a investigar. A mí desde chiquita siempre me han gustado los juguetes, así que no me extraña la fascinación que me causan de adulta ¡^_^!
La tienda –que no recuerdo cómo se llamaba– no era más que un catálogo de alrededor de seis o siete juguetes muy básicos, y obviamente yo los quería todos, pero, dato doloroso: los juguetes son CARÍSIMOS. Carísimos con M de “Más de tres salarios en Cuba antes de la unificación monetaria”. Por supuesto, no hablo de los alternativos / artesanales / desechables que todes conocemos y tenemos a mano en casa.
Estoy segura que saben de lo que hablo: una almohada, un pepino, un pomito de desodorante… ¿Han escuchado lo de la mata de plátano con un hueco? Ajá: ¡juguetes! Accesorios que usamos para dar y recibir placer, sobre los que existe una industria bien amplia, que ha producido cosas interesantísimas.
Una industria amplia, de artículos muy interesantes y, como decía, caros. Sin embargo, son más baratos que lo que cuesta una relación tóxica, y mucho más baratos todavía que el costo emocional del mal sexo, así que siempre los he visto más como una inversión que como un gasto. Mi primer juguete costó 40 CUC: un conejito rosado que llegó a mis manos de la manera más torpe que se puedan imaginar. ¡Acompáñenme a revivir esta triste historia!
El día de la entrega yo sabía a qué hora debía llegar el “repartidor”, porque cuando hacías el encargo te decían, y me senté en un murito frente a mi casa porque adentro no había cobertura y si me llamaban nunca iban a comunicar. También me senté a esperar porque a la casa donde yo vivía se accedía por una puerta pequeña al lado de la entrada principal, donde estaba, de hecho, el número de mi dirección. Quién viniera buscándome iría primero a esa puerta, y yo prefería interceptar mi conejito sin contratiempos.
Sentada en el murito veo llegar a este muchacho, de unos 30 años, que se para frente a la puerta principal, sin mirarme, y empieza a chequear algo en su teléfono. Lo miro pero sin decir nada, por si era un amigo de mi vecino. Él mira su teléfono, mira el número en la puerta, toca el timbre. Mira alrededor, me mira mirarle y sonreír, cambia la vista como si yo fuera la policía y él trajera queso ilegal del campo.
– ¡Buenas! -le digo, y me acerco un poco- ¡Buenas! -le digo de nuevo
– Buenas -dice bajito y sigue mirando su teléfono.
– ¿Tú estás buscando a alguien? -trato de ayudar, pero él no coopera.
– … Sí -dice finalmente
– ¿Por casualidad tú traes un encargo? -me acerco más
– … mmju -mueve la cabeza en señal de que sí.
Ya a estas alturas él y yo sabemos algunos datos relevantes. Por ejemplo, que él es mi repartidor, que los próximos minutos no van a ser fáciles y que yo debo ser una persona con mucha mala suerte para que el primer vibrador que me compro en la vida me lo traiga un evangélico.
– ¿Será que el encargo es para mí? Yo me llamo Susana… -le pregunto ya con menos paciencia.
– No sé, no me dan el nombre- “¡¿que qué?!” pienso para mí, emoji de cabecita que explota.
– ¡¿Pero tú traes un encargo de la sex shop?! -pregunto directamente porque ya lo que quiero es tener mi conejo y salir de una situación molesta para mí y totalmente vergonzosa para él.
– Sí, sí… -reconoce por fin.
– ¡Ah bueno ven para acá que el encargo es para mí! – concluyo exasperada.
Lo que sigue fuera gracioso si en realidad yo no me hubiera sentido tan incómoda, pero les aseguro que la imagen del muchacho entregándome aquel vibrador enorme y rosado no tiene precio. Él debía estar sudando cuando contó el dinero y hoy lamento no haberle dicho: “Niño espérate un minutico ahí para probar si funciona”. El fin de la historia fue que él salió volando de la casa y yo más rápida que él cerré la ventana, puse el ventilador y conecté mi conejo, que me hizo olvidarme en dos segundos de la mirada criticona del repartidor.
¡Ahhh! Pero mi segunda vez comprando un juguete fue TOTALMENTE diferente. No fue en La Habana, sino en Baltimore, en Sugar, una pequeña tienda local. Sí, la tienda se llama Azúcar… y no se me ocurre un nombre mejor, teniendo en cuenta que mi experiencia allí fue bien dulce. En Sugar hay decenas de juguetes, de muchas formas, tamaños, colores, texturas y funciones. Hay condones, lubricantes, libros, caramelos… pero en realidad lo mejor de todo es que hay una persona que te recibe con una sonrisa enorme, que tiene miles de respuestas y ni un solo cuestionamiento.
Yo sabía el juguete que quería. Lo llevaba cazando hacía meses y estaba loca por probarlo. Se llama “Satisfayer” y es un estimulador para el clítoris. Leí una reseña en Internet que venía con una foto de la cama mojada como si hubieran virado tres vasos de agua. Mi emoción se explica por sí sola. Lo cogí del estante y fui feliz al mostrador, como si fuera a recibir un Oscar:
– ¡El Satisfayer! Ese es uno de los mejores -me dice la muchacha de la tienda- Y es resistente al agua así que puedes usarlo sin miedo en la ducha… -me asegura y sonríe.
Encantada con la conversación, paso la tarjeta para pagar, y me sorprendo de lo rápido que acepta el pago:
– ¡Ya está! -me dice ella
– ¡Qué rápido! -le digo con sorpresa. Me mira y responde sin pensarlo:
– ¡Eso mismo vas a decir del Satisfayer! -Ella, mis amigas y yo nos echamos a reír.
En Sugar todo el mundo sabe que su asunto es el placer y para elles empieza desde que entras por la puerta, a veces con cara de susto, buscando el mejor juguete para ti. Esa calidez lo cambia todo, porque aunque no debería hacer falta, confirma que el sexo es natural, bueno y necesario, y que no hay una sola razón por la que deberíamos sentirnos culpables por nuestros deseos.
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