Ilustración por Gabi González Fernández
Habían pasado ya alrededor de 10 meses desde los golpes que me dejaron con un dolor infernal. No dormía, no podía usar el brazo, era incómodo cualquier movimiento. Poco a poco fui perdiendo movilidad, me despertaba en las noches llorando y durante el día era imposible ya convivir con tanto dolor.
Había salido de aquel tormento de relación hacía tres meses, y decidí ir al médico a buscar solución. Al principio estaba renuente, me daba miedo ir sola, contarlo todo, no sabía cómo actuar. Hablé con la amiga que me apoyó durante todo el proceso y sacó una cita con un doctor amigo de ella. Para evitar que la gente supiera en la consulta el porqué de mi dolor, mi amiga y yo tomamos la decisión de que ella le contara antes al doctor lo que había ocurrido. Pensábamos que sería lo ideal.
Ese martes entré por la puerta de su consulta y no había puesto nalgas en el asiento cuando aquel señor me gritó delante de otras tres personas desconocidas: “¡Te combinaron durísimo!” Se me quería caer la cara de vergüenza y sólo atiné a decir: “¿eh?” Luego de eso vinieron centenares de comentarios que intentaré enunciar acá: “A ver, me dijeron que te dieron hasta con su sombra”. “Chica, ¿pero tú no sabías defenderte?”. “Ven acá, pero te gustaba estar ahí, porque la verdad es que nadie aguanta eso de gratis”. “¡¿Tú sabes que a esta niña le dieron duro?!”
Yo tragaba en seco y le repetía con voz de niña pequeña, y casi para convencerme a mí misma, que los ciclos de violencia son difíciles de abandonar. “Nah, nah, nah, a ti te gustaba eso. Hija, ¡pero ahora sabes que no puedes estar con nadie! A mí la verdad no me importa si hombre o mujer, o si son 20 personas, pero tienes que ser una estrella de mar, no hacer nada.”
Me llevó al cuarto de atrás para examinarme el brazo, parece que se cansó de abochornarme en público, y allá siguió con lo más desagradable del día: “Yo no sé por qué esa mujer luchaba por ti, si tú no eres nada del otro mundo. Y tienes que usar ajustador, porque esos gollejos viejos hacen que te duela más porque te jala la piel del hombro. Tienes una capsulitis y ese brazo tiene que llevar un cabestrillo, así de paso escondes las tetas.”
Con la moral rota, el alma destrozada y las tetas escondidas, me fui a mi casa. Salí de aquel hospital, en medio de una ola de gente y un ataque de pánico, empujando y maldiciendo, respirando, pero sintiendo que me ahogaba, pensando en que estaba mejor en mi casa, aguantando el dolor.
Ese día yo había planificado almorzar con la misma amiga que había cuadrado todo con Dayron –el doctor. No pude ir a verla. La llamé y le dije que me disculpara, que no podía ir, que me sentía demasiado mal. Ella pedía disculpas y yo sólo lloraba de camino a casa, lloraba afuera de la puerta mientras no lograba abrirla porque los lagrimones no me dejaban ver, lloraba en una esquina de la cama, echa bolita, la misma bolita que me hacía contra la pared cuando en mi casa volaban piñazos, rayos y centellas.
El día que Dayron me rompió en mil pedazos, sabía que no sería ni el primero ni el último que me juzgaría. Inició entonces el principio de una serie de personas que hasta hoy me juzgan cuando voy al médico. “Tan joven y con tantas lesiones, seguro fue en una discoteca, porque eso no es normal.” “Seguro tienes ese brazo así de andar con el móvil porque los jóvenes no sueltan eso.” Y encima, cuando se enteran qué fue lo que pasó sueltan el mismo discurso de Dayron: un hombre blanco, heterosexual, cisgénero y doctor, que no conoce un ciclo de violencia, ni tiene sentido común ante una paciente que se pasó siete meses viviendo con su agresora luego de que esta le rematara el brazo, la cara, la espalda.
Yo sabía que sería duro ir al médico, como mismo es duro salir de este ciclo que se repite y a veces se siente que no tiene fin, pero Dayron me lo puso aún más difícil. Volví a pasarme unos cuantos meses sin ir al médico, no tenía el coraje de enfrentar eso. Cuando finalmente volví, lo hice de la mano de mi amiga, porque sentía que si iba sola me ahogaba. En esas ocasiones, nunca hablé en consulta, ella lo hizo por mí, contó todo con su jerga de doctora y yo me senté ahí, con la cabeza baja y el alma rota, a escucharla explicar.
En la primera consulta con el nuevo doctor solté mi lagrimita, no sé si asumió que era el dolor, pero no dijo nada. Luego, sentada en el carro, se me fue la vida llorando. Y así es cada vez que voy al médico, cada vez que me infiltran o me rotan el brazo para saber dónde me duele ahora.
No sé si el doctor actual conoce mi historia, pero jamás me ha mencionado el tema, me cuida, me pide disculpas cuando tiene que moverme el brazo y sabe que me duele. El doctor actual se llama Ismael, y es un rayo de luz cada vez que me atiende. ¿Era, entonces, imposible para Dayron serlo? Yo creo que no, considero que a Dayron le faltaba lo que le sobra a Isael, empatía por el dolor ajeno. Al mundo le falta eso, empatía.
Aún uso ajustador y recuerdo como si fuese ayer la ropa que tenía puesta cuando me hablaron así de mis tetas. Y si Dayron lee esto, le cuento que no era capsulitis. Escribir este texto tampoco ha sido tarea fácil, he llorado pensando en lo que pasó, en mi relación y en Dayron. Escribir textos así nunca será fácil, vivir cosas así es aún más difícil, pero cuando una las cuenta y siente que alguien lee, y que alguien va a cambiar su forma de atender a sus pacientes, eso te da ganas de seguir tecleando, aunque ahora mismo me duela el brazo.
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