Breve historia de cómo desaté un nudo

Mabel Cuesta

Ilustración por Irian Carballosa

Debí tener alrededor de 10 años cuando me enamoré perdida de otra mujer…Por supuesto era mayor que yo, por supuesto era mi maestra. Esa vez (porque hubo otras) se trataba de la de Geografía y ya sobre los 12 años fue la de Educación Física y a los 16 la de Historia. Mujeres que iban, sin saberlo, representando mis deseos de conocimiento del mundo físico y político, agilidad y sentido de la verdad. Eran bellas; pero sobre todo eran inteligentes. Mucho. Y aunque nunca tuvieron más que mi disciplina, mi arrojo (en los deportes) y mi excelencia académica, marcaron de manera irreversible lo que hoy reconozco como mi identidad sexual sin que importe el hecho de que nunca llegaran a saber que las deseaba. Yo tampoco lo sabía; pero porque me faltaban las palabras y nunca los latidos. Las niñas y niños deseamos y aunque no podamos nombrarlo, la intuición, las descargas hormonales y hasta nuestras carencias afectivas dibujan el mapa de nuestro futuro sexual y amatorio. 

No he amado a muchas personas; pero sí he deseado a decenas de ellas. Mujeres en su apabullante mayoría; eso sin que se desdibuje algún muchacho besado con la pasión de una cada vez más lejana adolescencia. El deseo ha constituido el motor de muchas, si no todas, mis más arriesgadas aventuras, incluyendo la de la migración. Asimismo, la pérdida de ese deseo ha sido el camino para desatar nudos y seguir camino. Entendido como nudo, esta vez, al país natal.

Amar y desear en Cuba no está prohibido. Y justamente es de lo poco que podemos considerar como territorio de absoluta libertad. Ese minuto en que tu cuerpo jadeante, lleno de babas, sudores y secreciones encuentra y sucumbe frente a la otra que late a tu lado. “La sangre blanca del amor” llamaba Margarite Yourcenar a esas texturas. Sin embargo, la praxis de ese deseo sí se ve coactada en un país donde otras libertades fundamentales como la del desplazamiento, la asociación o las del acceso a los alimentos y la vivienda (nombro solo cuatro para no convertir esta pieza en muro de lamentaciones) nos son escamoteadas en términos diarios. Llegar hasta el derrame feliz de esas sangres rojas o blancas puede costar innumerables agonías y precariedades en la víspera. Una que solo los cuerpos bajo acecho podrán describir.

Por eso Cuba se hizo nudo y por eso me marché. Yo quería desear y amar sin permiso; pero también bajo un techo pago con mis horas de trabajo y en unas sábanas elegidas por mí y sin que mi suegra estuviera en la habitación de al lado y tuviéramos nosotras que sofocar gritos y sin que mi mujer me preguntara qué vamos a comer hoy luego de abrazarse a mi pecho llorando de placer… 

Combinar ese placer con la congoja de cómo haríamos para seguir se me hizo imposible. El deseo, así como el amor, solo puede ser pleno cuando la cabeza no está siendo bombardeada con la crueldad del mundo exterior. Un mundo donde siempre habrá lobos (sin que importe la geografía); pero también un mundo al que desafiaremos mejor si la habitación es propia. Lo dijo en su día Virginia Woolf y lo dije yo en Matanzas, Cuba, muchos años después y frente a un pelotón de fusilamiento desde el cual me enfilaban las armas mi historia de vida pasada y el increíble mundo de lo desconocido; pero mío, que me esperaba al otro lado de la frontera acuática.

Fue así como decidí que si debía morir que fuera en mis propios términos y nunca términos prestados o peor aún negociados con un estado totalitario que sofoca el yo de todos, que te diluye en masas estériles desde donde no consigues levantar la cabeza ni siquiera para decir: “ganado tengo el pan: hágase el verso”. 

Y así fue como crucé un día una frontera física que como antes dije era sobre todo un desatar amarras y me vi como lesbiana e hispana en un país llamado Estados Unidos. Un lugar donde la confluencia de esas identidades alternas tampoco es un paseo por las nubes. Tienes la habitación propia (concedido); tienes el plato de comida (concedido) y tienes la amante intensa (bien concedido). Ah, pero padeces asimismo otras formas de rotura y exclusión: una lengua extranjera que te delata como “la otra” no más articulas palabra, un sentirte lejos de casi todo -incluidas tu memoria material y visual- una disolución de aquello que un día creíste ser, lo cual puede devenir unas veces en renacimiento y otras veces en fragmentación imposible de asir.  

La extranjería no es cosa de juego. Tan seria y dolorosa es que llegas a desaprender aquellas viejas formas con las que el deseo y el amor te convocaban. Bajan los impulsos, cambian las estrategias del cortejo. Reaprendes a establecer vínculos. Te sorprendes en plena lucha por recuperar lo que un día fuiste frente a una nueva amante que tenga además la cualidad natural de traer consigo las viejas costumbres de la isla. Es así como te dispones a la invención de la amante como país, alguien que devenga a la par en depositaria y generadora infinita de música, comidas, gestos, memorias. Una que proponga un deseo lúdico, lúdicro, lúcido… Alguien con quien serás muy injusta porque ya no buscarás que sea solo tu mujer sino también tu territorio. 

A quienes acosadas por un estado de terror emigran debería alguien prepararles de este modo, soltarle estas sentencias -no como amenaza, sino como bautismo de fuego: estarás en perpetuo movimiento, añorarás un pasado no por infeliz menos repleto de juventud y fuerza e inventarás un futuro no por posible menos incompleto. 

La encrucijada que proponen deseo alterno, amor y migración deberá explorarse más en el futuro. La perfomatividad del gesto deseante, acaso pululante, en tierra sin memoria deberá encontrar mejor destino en la escritura y ojalá en nuevos usos y costumbres. Es mi añoranza que al menos esa restitución nos toque a quienes dimos el salto y, orgullosas, desatamos el nudo. 

2 respuestas a “Breve historia de cómo desaté un nudo

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