¿Volver a casa es volver al clóset?

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Viví en Guantánamo desde que tenía un año y medio, es la ciudad que corre por mis venas y por la que lloro cuando ando lejos mucho tiempo. En el 2018 me mudé a la capital, ciudad libre en muchos sentidos. Me pasé 10 meses sin venir a mi tierra, y cuando regresé a visitarla hace unas semanas, me sentí distinta, o sentí a mi ciudad distinta.

Aprendí en la capital a ser yo misma, a andar sin brassier, a vestir como me gusta, a peinarme si quiero, a no maquillarme porque me pesa, soy una mujer lesbiana libre, y destaco lo de lesbiana porque es dato importante para la historia.

La Habana te enseña muchas cosas, y aunque de vez en cuando te topas una fanática religiosa en la lanchita de Regla que te dice que irás al infierno, pues tampoco es todos los días. También te topas al típico maleducado, de todas las edades, que te pregunta de una calle a otra si en tu dúo de dos mujeres no les hace falta una salchicha más, y yo muy casual respondo con la letra de Buena Fe, que la salsa me basta y sobra. Siempre están los jóvenes sobrados y “fajones” en las esquinas, pero al fin y al cabo, en nuestra amplia diversidad, se nos respeta.

Me acostumbré a ser una más del montón. Mi novia y yo somos las típicas lesbianas que viven solas en un cuarto en el Cerro, que van a la universidad y al trabajo y tienen una vida normal, como todas las demás personas, la nuestra tal vez un poco atípica, y llena de matices, pero una vida normal al fin.

Las bondades de una ciudad tan grande no se las imagina una hasta que viaja al pueblo chiquito de infierno grande. En fin, llegué a la tierra entre ríos y en mi segunda noche decidí compartir con amigos. Me sentí extraña en la ciudad donde crecí, las calles que hacía dos años recorría con normalidad, ahora las caminaba con miedo.

El recuerdo más fuerte lo tengo frente a la estación de bomberos hace unos años, cuando pasé un día con mi expareja y nos gritaron que quién era el hombre y quién la mujer, una idea tan errada como hiriente.

Ese año formé mi típico bullicio, mandé a llamar al jefe de la estación y bueno, todo terminó normal. Suena loco decir que para mí era algo tan fácil lidiar con aquello, pero era mi normalidad y yo aguantaba esas cosas. Este año pasé frente a la estación con miedo, con recelo, mirando de reojo a los bomberos, ya conocidos por ser frescos. Pasé con ganas de ser invisible, de que no me vieran, y ahí caí en que mi ciudad ya no es mía.

Empecé a notar el cambio a la hora de vestirme. Acostumbrada a la gran ciudad donde casi todo el mundo anda pa’ lo suyo, pues no me pongo brassier, que es una libertad increíble, pero a la hora de salir para un café empecé a dudar. No sabía qué hacer, si usarlo o no.

“Mejor cubierta, Lisney, que esto no es lo mismo que allá”, me dije como seis veces. Luego me cuestionaba: “¿Pero qué estoy haciendo? Yo he vivido aquí toda la vida, si me dicen algo pues respondo y ya está. Pero… ¿se responderá igual? ¿Las nuevas generaciones serán tan agresivas como las anteriores? ¿Cómo reaccionarán a mis moroquitos al aire? ¿Me mirarán mucho? ¿Me faltarán al respeto?”

La última pregunta me la respondí yo sola y dije: “Pues claro, hija mía, ¿cuándo aquí se ha respetado a alguien?” Y caí en la primera concesión de la noche “para evitar disgustos”.

La segunda vino a la hora de maquillarme, porque en mi monte seco y pardo si usted no anda maquillá con un colorete bien rosa’o usted no anda FEMENINA. Ya estaba yo dándome mi típico pincelazo rojo cuando vino mi novia y con su natural sonrisa me dijo: “¿Maquillándote? ¿Luego de tanto tiempo? ¡Pero si natural te ves muy bonita!”. Dejé el colorete a la mitad, pero ya los toquecitos estaban dados, y el brazo a torcer también.

Luego llegó el pasaje frente a los bomberos y por último lo más interesante de mi ciudad, algo que yo llamo “la caminata al paredón”. Suena horrorífico, lo sé, pues así mismo se siente: entrar al parque Martí, bajar los tres escaloncitos, caminar agarradas de la mano y sentarnos juntas en el banco.

Hay solamente de 30 a 40 personas sentadas en el banco larguísimo aquel, pero se sienten como si fueran 10 mil. Sabemos que los ojos están puestos en nosotras, sentimos el aliento horroroso de la gente en la nuca, el cuchicheo de fondo, que es tanto y tan al unísono que suenan como un coro lírico en plena presentación. En fin, el horror.

Llega el momento de ir para el café, salimos entusiasmadas. Allí son sólo cuatro mesas de cuatro personas en el salón, y afuera dos mesas de tres personas. Ustedes pensarían que es más fácil porque es un público más reducido, pero lo que no saben ustedes es que el café queda en la Loma del Chivo y ahí es cuando “se complica el peca’o”, porque ese es un trozo de ciudad acostumbrado al machismo y la chabacanería, y hasta el bartender se queda mirándonos como diciendo “¡¿y esto qué es?!”

No es común en mi ciudad que dos lesbianas se besen en público y se tomen de la mano, están un poco más acostumbrados a la presencia de los hombres homosexuales que no tienen miedo de na’, y las lesbianas andamos solapadas por la vida, más por miedo que por otra cosa.

Ser lesbiana es ser objeto de los ojos de los hombres indiscretos, con sus sueños inconclusos y frustrados de tríos y cuartetos. Ser lesbiana en Guantánamo es saber que puede que tus padres te expulsen de casa, que tus amigas de la infancia te dejen de hablar, y las que no, puede que “sobre-compensen” su heterosexualidad con frasecitas típicas como: “a mí me gustan las cosas grandes”. Ser mujer libre en Guantánamo es saber que te van a mirar mal, que van a hablar mal de ti a tus espaldas, que te tacharán de loca, que tu trabajo se verá en riesgo de descrédito y tus capacidades ni hablar.

Ser lesbiana y libre en Guantánamo es esperar el mismo trato que se les dio a las brujas, sin la hoguera pero con acciones que han “evolucionado” –si se le puede decir así– y que causan daños igual de duros y horrorosos.

Seguramente notaron que he usado mucho la palabra horroroso en mi escrito, y es que eso siento: horror, mucho horror, por una ciudad que muere, enterrada bajo carteles de la Familia Original.

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