Hace 11 años tomé la decisión de no tener hijes. No me gustaba la interacción con lxs bebés, ni la idea de embarazarme, ni parir, mucho menos ejercer la crianza. Pero hace más de un año conocí a Glenda, mi actual novia, y sus dos hijas.
Al principio mi relación con ellas era bastante básica, para no decir casi inexistente. Las saludaba, las veía dibujar a unos metros de mí, o usar sus trajes de dinosaurios de cartón corriendo por la terraza. Las veía patalear por algo, o gritar, o no comer, y reafirmaba mis deseos de no querer una personita bajo mi responsabilidad. Tampoco sentía la necesidad de conectar más allá de eso, en ese entonces su mami y yo éramos sólo amigas.
Tras iniciar una relación, a ambas nos preocupaba mi interacción con las niñas, mi casi inaptitud para siquiera conversar o jugar. Decidí que eso debía cambiar, pero se pintaba difícil el panorama. Encima de cambiar mis actitudes, debía deconstruirme porque mi novia aplica lo que se conoce como el método de enseñanza Montessori, la Crianza Respetuosa y la Disciplina Positiva. No solo tenía que aprender a socializar con dos niñas pequeñas, sino que además debía hacerlo derrumbando todas las formas con las que me criaron a mí.
Necesitaba encontrar una manera de conectar, y un día, mientras armábamos rompecabezas de cuerpos de personas, vi mi oportunidad. “Yo creo que ya deberíamos empezar a hablar con E de género, y de cuerpos distintos”, le dije a Glenda, pensando que me diría loca. Cuando su respuesta fue “¡dale, empieza!”, vi los cielos abiertos. Armamos el rompecabezas de lo que ella asumía era un cuerpo masculino y cuando debíamos colocar los genitales, le puse una vulva. Ella se quedó mirándome, y sin dar lugar a mucho más le dije: “Algunos hombres tienen pene, otros tienen vulva”. No lo pensó mucho, sólo dijo “ok” y eso fue todo.
Así fuimos hablando de diversos temas como las familias homoparentales, monoparentales, los colores, los juguetes. Todo lo que yo aprendí mal, y que me costó tanto tiempo entender y comprender, fue el hilo conductor de la relación que hoy tenemos E y yo. Hablamos de pelos, de texturas, de la sirenita Ariel, de colores de piel, ropa y actitudes socialmente aceptadas pero que no deben ser la norma, y hasta de cómo ella debe llevar su vida.
Con L la cosa fue distinta, porque con 3 años no entiende, ni quiere entender, ni le interesa, ni es relevante para ella nada de género. Juega con lo que quiere, como quiere. Con ella sólo tuve que acompañarla en los procesos, estar ahí cuando lloraba, cuando gritaba, cuando jugaba. A L no le importa si la gente dice que hay que jugar con algo específico o ponerse ciertas ropas por ser niña, ella se pone lo que quiere, cuando quiere, con límites saludables, pero ejerciendo su autonomía libre de prejuicios.
En algún punto hasta pensé que mi instinto maternal había surgido y que las niñas habían despertado algo que no pensé tener. Luego me di cuenta de que simplemente me di la oportunidad de conocer una persona nueva, pero en pequeñito.
Luego de aprobarse el Código de las Familias, y de que E entendiera lo que eso significaba para su mamá Lisy, mientras mirábamos un mural de animalitos en familia, hablamos de pajaritos y pajaritas, de sus pichones, de jirafas y sus crías, y terminamos hablando de la “boda de Lisy”. E sugirió que debía casarme con su mami, y me aclaró que estaba soltera. Lo conversamos, dijimos que lo pensaríamos.
Desde entonces E asumió que un día nos íbamos a casar, y planifica el día, y muestra la mano de mami sin anillo, y dice que mami aún está soltera. E sueña con el día de la boda y los cambios que vendrán luego de eso, y los conversa con L, que sólo se cuestiona si habrá comida o no –salió a mí, pestífera como yo. Habla de vivir juntas, de tener dos mamás, y vivir con mis gatos y el perro.
Hace unos días, tanteando terrenos y explorando le dije: “E, mami quiere que yo tenga un bebé”. “No hace falta –me contestó– cuando te cases con mami vas a tener dos niñas”. Yo no puedo explicar en este texto el calorcito que me dio en el pecho escuchar eso. Saber que ellas dos me aceptan, y me incluyen en sus modelos de familia es algo que no pensé que llegaría. Parece que tropezando y deconstruyéndose se llega también a Roma.
Un día, mientras jugábamos al monstruo come niñes en un parque, conocí por azahares de la vida a Arés Gonzáles, un educador español, padre de 4 niñes. Conversamos sobre su hermana, que lleva una familia queer como la nuestra, y sobre la carga semántica tan negativa de la palabra madrastra. Él sugiere la palabra mamastrar, por una combinación lingüística de mamá y de madrastra, yo adopté el término como mío, y desde entonces mi proceso es llamado así.
No creo que haya un instinto maternal involucrado, aunque hay quien se lo cuestionará, pero sé que hay un amor tremendo por dos niñas hermosas, que me hacen perseguirlas por todo el parque fingiendo que soy el monstruo que se las quiere comer, totalmente ajenas al hecho de que estoy muy vieja ya pa’ andar corriendo así por media hora.
Para mí una familia más allá de mis gatos y mis perros era inconcebible, pero resulta ser que tendré, que casi tengo, una más grande, con dos niñas que se sientan a comer frente al desayunador y hacen una lista: “una mamá y una mamá pueden decidir casarse, un papá y un papá pueden decidir casarse, una mamá y un papá también… –pausa dramática de L– ¿Y ustedes cuándo se deciden?”
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